Skip to content Skip to footer

Strawberry fields

Todos hemos querido ir alguna vez a los «campos de fresas» que existen en nuestro subconsciente; en el idílico lugar del que escribió John Lennon. Allí nada es real ni lo parece. Todo se puede soñar o quizá no.

Yo tengo mis particulares strawberry fields —jardines y misteriosos recovecos donde pocos habían estado antes, donde descubrir tesoros o vivir aventuras inimaginables—, que identifico como «campos de arroz» entre las marismas del Guadalquivir. Extensiones interminables en un paisaje plano y monótono, recortado y salpicado solo por árboles y arbustos.

Allí nos llevaba nuestro padre a pescar cangrejos de río a mi hermano y a mí, cuando éramos aún niños. Fueron días excitantes y llenos de aventuras. Salíamos muy temprano en el Citroën 8 familiar, que, según mi padre, dejaron de fabricar por no ser rentable con respecto a la calidad que representaba… Portábamos reteles, anzuelos, cebos, redes y otros avíos, además de la tremenda emoción de volver con el coche lleno de capturas.

La carretera atravesaba el viejo puente de hierro y cruzaba a San Juan Bajo, donde mi padre siempre se desorientaba. Más adelante Coria y la Puebla, ambas del Río, nos apuntaban el camino hacia el paraíso a través de senderos pedregosos casi intransitables. De pesca, papá sabía algo, pero de coger cangrejos iba más bien despistado…

Aquel día, en concreto, empezamos a lanzar los reteles con despojos de pollo y cerdo como cebo. Se suponía que entrarían los cangrejos en busca de tan preciados manjares y allí quedarían atrapados, pero no picaba un solo bicho. No sucumbimos y seguimos tirando una y otra vez los aparejos, que volvíamos a recoger totalmente vacíos.

¡Qué frustración!

La solución vino de la mano de la observación. Los canales de riego de los arrozales estaban divididos por arquetas con tapas de hormigón, que al levantarlas dejaban a la vista torrentes de agua manchadas con el color de nuestros ansiados crustáceos. Decidimos probar fortuna y lanzamos las nasas vacías al agua. ¡Eureka! Con solo meterlas unos instantes, se llenaban hasta los topes de animales vivitos y coleando.

La perseverancia dio sus frutos y llenamos tres sacos. Exhaustos pero satisfechos, cargamos el coche de vuelta a casa. Por el camino, a mi padre se le ocurrió la feliz idea de pasar por el club militar para regalar a los concesionarios del bar algunos kilos sobrantes, que aceptaron a regañadientes, ya que los cangrejos de río son bastante insípidos. Vamos, que ni de lejos se acercan a las gambas de Huelva o a los langostinos de Sanlúcar.

Junto al bar existía un estanque con lotos, piedrecitas, peces de colores y muchas ranas. Por eso era conocido como el estanque de las ranas. Como sobraba otro saco, decidimos liberar allí un buen puñado. A urtadillas, claro, para evitar los castigos propios del club de oficiales. En cuanto tocaron el agua, corrieron por el fondo a resguardarse entre las piedras y la vegetación. Un listillo mirón comentó que allí no sobrevivirían porque no era su hábitat natural, ya que estaban acostumbrados a vivir en corrientes de agua…

Mantuvimos aquel secreto durante mucho tiempo. Cuando alguien nos decía que había visto asomar sus bigotes, nos hacíamos los tontos y decíamos que eso era imposible, que allí solo había ranas y pececitos de colores.

Los cangrejos terminaron por adueñarse del estanque. Su voracidad era tal que no dejaban bicho viviente. Ya no se escuchaba el croar de las ranas al anochecer. Quizá se adaptaron al nuevo medio o habían creado una nueva especie: El cangrejo de estanque. Claro está, gracias a la audacia e inventiva de los hermanos Sabater, que habíamos heredado esa cualidad de nuestro padre, inventor del tinto de verano, del nombre comercial del Tulipán y de un modelo de funda de papel para las tazas de váter públicos, cuya patente caducó y alguien más avispado comercializó años después…

Siempre recordaré aquellos días interminables en las marismas, que años más tarde traté de evocar con mis hijos a través de rutas campestres en busca de animales o lugares inexplorados.

Treinta años después, volvimos para rendir homenaje a nuestro padre y verter sus cenizas en una de las riberas agrestes del río Guadalquivir. En un lugar indeterminado donde crecían los juncos y los árboles refrescaban con su sombra. Donde vivimos las más increíbles aventuras, donde los sueños se hacían realidad, donde todo era posible, donde siempre perdurará la ilusión y la felicidad en nuestros eternos «campos de arroz».

 A la memoria de mi padre (q.e.p.d). Este relato fue escrito en 2017 por mi hermano Javier, quién hoy me permite rescatar este trocito de nuestra historia para vosotros.

(Pintura de Julia Sánchez Sabater)

Jaime Sabater Perales

Newsletter

Suscríbete y conoce las novedades

[mc4wp_form id="461" element_id="style-6"]

Jaime Sabater © 2025. Todos los derechos reservados. | Diseño y Desarrollo por BrandMedia | Política de Privacidad y Cookies