LA EDAD DEL PAVO
Era concebido como algo exclusivo de las chicas, que parecía que jamás alcanzaría a mi hermana pequeña, que a la mayor dejó sumida en un trance adolescente y que tanto nos chocaba a los varones. Nosotros a lo nuestro: jugar al fútbol, tirar piedras y romper pantalones por las rodillas. Nunca sospechamos que el pavo podría entrar así en nuestras vidas, y menos que nos dejaría marcados de aquella manera.
El cambio de casa tuvo mucho que ver. Una transición importante en un momento en el que las hormonas hacían estragos en nuestros cuerpos y en el que nuestras personalidades empezaban a conformarse, poco a poco, día a día, grano a grano… Pero aquella irrupción tan violenta no estaba prevista por ninguno de los cuatro hermanos.
Sería un sábado por la mañana cuando sonó el timbre de la puerta.
—¡Mamá!, ¡Es un señor que viene del Viso y que trae un regalo de Navidad de parte del tío Salvador! —gritó mi hermana Marta, la mayor, desde la entrada.
—Ah…, claro…, solo faltan unos días para Nochebuena —recordó la abuela mientras avanzaba por el pasillo arrastrando las zapatillas y rebuscando con las manos temblorosas en su monedero para darle una propina.
—Ya solo me quedan dos casas—dijo el hombre agradecido y antes de cerrar la puerta.
Como ratones atraídos por el tufo a queso, fuimos asomando nuestras cabezas para ver en qué consistía el presente. Venía metido en un saco de arpillera y mi padre lo levantó con esfuerzo.
—¡¡Está vivo!! —gritó Marta y salió corriendo con María de la mano para encerrarse en su dormitorio.
Algo se movió y glugluteó dentro del saco. Un enorme pavo asomó la cabeza por un lateral. Consistía en el obsequio que, cada año por esas fechas, le mandaban del pueblo a la abuela y que nosotros recibíamos por primera vez al habernos ido a vivir con ella a causa de su estado de salud.
—Encarnación, descuide, que este año no hace falta que venga Manolo. Yo me encargo con los niños —sentenció papá.
Manolo era el chófer de la tía Cruz, una prima hermana de la abuela. Su hombre de confianza entre el campo y la ciudad, que para todo servía.
Javier y yo nos miramos incrédulos. «¿Nos encargamos de qué?», pensamos al unísono.
—Papá, ¿no será de matarlo?… ¿No? —balbucí sin convencimiento y dando vueltas a su alrededor a la vez que él avanzaba por el pasillo con el bulto.
—¡Claro!, habrá que comérselo —concluyó al dejarlo en una esquina de la terraza del fondo entre dos bombonas de butano.
Los días siguientes fueron bastante aciagos a la espera del cadalso de aquel pobre bicho que pasaba las de Caín entre el frío, la mierda acumulada y la incomodidad de tener las patas atadas.
Y llegó…
—¡Niños!, ¡venid a la cocina! —. Un escalofrío nos atravesó al adivinar para qué reclamaba nuestra presencia.
—Llenad la bañera del cuarto de baño pequeño con agua caliente y después traed el pavo a la cocina —dijo sin miramientos, a la vez que daba pasadas por la chaira con el cuchillo de cortar cebollas, cuya hoja reflejaba la luz del tubo fluorescente que iluminaba la escena del crimen.
El pasillo parecía más largo que nunca hasta llegar a la terraza. Entre los dos levantamos, con dificultad, el maltrecho saco, que echaba para atrás de la peste. Al llegar a la cocina, papá había dispuesto un cuenco de cristal en el suelo. Cortó la guita y liberó a la enorme gallinácea que se revolvió previendo su destino. Nos dispuso a horcajadas encima del animal; a uno aguantándole las patas y al otro los alones, que había cruzado, previamente, para que no revoloteara. Le forzó el pico hacia la pechera, le quitó algunas plumas del cuello y empezó…
«¿Dónde habrá aprendido mi padre esta técnica?», pensé. Yo había imaginado algo más sanguinario y directo. Cortarle el cuello de un hachazo y, pavo a la cazuela. Pero el proceso prometía alargarse de forma macabra.
Mis hermanas habían vuelto a huir hacia su dormitorio en un acto de animalismo silencioso y asco, liderado por Marta. A mamá la escuchábamos charlar con la abuela desde el cuarto de la costura, ajenas por completo a la escena.
El ‘pavicidio’ fue perpetrado de forma quirúrgica y silenciosa. Solo con los estertores de la muerte el animal convulsionó con fuerza, tras lo que se dejó vencer con nuestros cuerpos ceñidos al suyo, hasta que se desangró por completo y lo pasamos a la zona de desplume.
Aún recuerdo el olor a pájaro mojado y sangre fresca tan desagradables. Había que hacerlo en caliente para no romperle la piel. Aguantamos estoicamente, de rodillas y con las camisas remangadas hasta los codos, en aquel lodazal de plumas y fluidos del que el matarife no pensaba liberarnos aún, y que formaba parte de nuestras obligaciones de ayudantes de patíbulo.
La sangre del cuenco la dejamos en la ventana de la cocina para que cuajara y usarla de guarnición con la sopa. Mi padre le sacó la pechuga entera y la cosió con hilo de tanza para más adelante trufarla y hornearla. Con los muslos y contramuslos, mi madre guisó la cena de Nochebuena. Carne para croquetas, ropa vieja y base para un arroz. De las patas y el caparazón, salió el mejor de los caldos para la sopa de Navidad y un puchero. Todo se aprovechó de la infortunada ave. Tanto que aún perdura en nuestros recuerdos…
Otra vez la familia alrededor de la cocina. Vueltas que traen al olfato los años felices. Melancolías que llegan en fechas de vida y muerte. Letras, sonidos, tristezas y alegrías, que, por suerte, podemos rememorar junto a nuestra madre, que dice que está sorda y que cada vez ve menos, pero que nunca calla, y le encanta que le volvamos a contar, por enésima vez, aquella historia de la edad del pavo.
Feliz Navidad.