SANTIAGO
—¿Cómo se llama tu niño? —le pregunté a una conocida al salir de la playa camino del paddock después de la tercera carrera.
—Tiago, se llama Tiago —me contestó entre el gentío y el resoplido de caballos sudorosos por el esfuerzo.
–¡Ah, como yo! Su día es el 25 de julio; el día de Santiago, también de Jacobo, de Yago, de Diego y de Jaime —le relaté ante su asombro y desconocimiento de la homología y del propio santoral.
En medio de ese bullicio, mi mente viajó a julio de 2011, unos días después del robo del Códice Calixtino. El deán se suponía muy enfadado, pero tenía que cumplir con sus obligaciones. La catedral estaba atestada y el botafumeiro surcaba de lado a lado por la nave trasversal en una suerte antigua de equilibrio y velocidad que sobrecogía a los visitantes y perfumaba todo el lugar.
Al finalizar la misa, el propio deán, escoltado por otros dos sacerdotes, pasó por nuestro lado con prisas y cara de pocos amigos. Una pareja mejicana, junto a nosotros, le reclamó una bendición que lo hizo salir de su estado meditativo, detenerse y girarse.
—¡Que Dios os bendiga! —contestó—. Y acto seguido, dirigió la mirada hacia mis hijas, se acercó a ellas, les impuso ambas manos sobre sus cabezas y también las bendijo.
Desde la entrada en Santiago, la ciudad respiraba espiritualidad. Todo fue a más hasta ese momento mágico y místico; imposible de olvidar.
Unos días antes de las carreras de caballos de Sanlúcar de Barrameda y trece años después de aquel viaje familiar, he vuelto a Compostela. Al entrar en la plaza del Obradoiro las lágrimas se desparramaron de las vivencias del camino inglés, de emociones contenidas y por el reto cumplido.
La ciudad sigue con el mismo halo de santidad y, si cabe, más bonita. Después de comer, nos acicalamos para la misa de peregrinos de las siete de la tarde. Esta vez no volaba el botafumeiro ni oficiaba el santo deán. Un sacerdote local aprovechó el foro multinacional y, tras la lectura de la Carta del apóstol San Pablo a los Efesios, basó su homilía en la idea de que para Jesús sólo existe la pareja entre hombre y mujer en matrimonio canónico.
Sentí la iglesia vacía y me vi solo frente al cura. Dos hombres creyentes cara a cara. «¡Padre!, venimos muy cansados y doloridos, aunque satisfechos por llegar hasta el apóstol. ¿Por qué nos suelta este sermón? Háblenos de amor, de esfuerzo, de recompensa…», le dije para mis adentros. Y el eco de mis pensamientos volvió a llenar la catedral de peregrinos sordos, que tenían muy claro por qué estaban allí.