BIZCOCHOS BORRACHOS
El día había dado para mucho. Los dos compadres volvían de ahogar las penas algo pasados de copas.
El piso alquilado del recién divorciado —un tercero sin ascensor en la frontera con la zona marginal de la ciudad— tenía enfrente un bar de cervezas y tapas a un euro, barra de chapa y suelo de terrazo gastado de tanta fregona con lejía.
Entraron para llenar el buche y tomarse la penúltima antes de coger la cama.
Acedías y pollo fritos, asadura a la plancha y ensaladilla rusa. Risas estrepitosas al relatar anécdotas para eludir nostalgias matrimoniales. Con la lengua gorda, los párpados a media asta y gazuza vespertina.
Durante el trajín gastronómico hizo aparición un señor enjuto y renegrido portando unas cajas amarradas con una guita.
—¡Dos docenas de pasteles me quedan para volverme al pueblo! —anunciaba con voz cantarina.
—¿Qué dulces lleva usted? —le preguntó el divorciado pensando en las meriendas de sus hijas.
—Barquillos de crema y bizcochos borrachos.
Mientras tiraba otras dos cañas, uno de los camareros, más bien malaje, interrumpió la transacción comercial:
—Véndele los barquillos, que borrachos ya van ellos.