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PISTOLAS CANADIENSES

 

Siempre me han encantado las ferreterías. No concibo un barrio sin una grande y de calidad. Alucino con los cuchillos jamoneros y con las estufas catalíticas. Me encantan las arandelas y los tornillos. ¡Qué gran invento la llave inglesa!

Un día de locos en la terminal de carga del aeropuerto de San Pablo, en la semana previa a la inauguración de la Exposición Universal de 1992, las mercancías rozaban el techo del almacén de Iberia. También ocupaban los pasillos, incluso el suelo de la pista hasta el límite que la seguridad aeroportuaria permitía para no entorpecer el aterrizaje de los cargueros que no paraban de arribar.

Nunca he echado tantas horas ni visto más mercancías en mi puñetera vida. Llegaban más de cincuenta partidas diarias procedentes de los cinco continentes, con documentación en alfabeto árabe, cirílico, chino mandarín y latino. Las máquinas de escribir echaban humo y nos volvíamos majaretas para descifrar lo que contenía cada expedición. Material de construcción, folletos, mobiliario, productos alimenticios típicos de cada país…

Una de las muchas veces que bajé al mostrador para recoger papeles de nuevas llegadas, el jefe de la terminal de carga me abordó:

—Jaime, ha llegado algo para el pabellón de Canadá que la Guardia Civil quiere ver —me dijo con gesto serio.

—Bueno, déjalo pendiente, que estamos a tope —le contesté sin mirarle.

—No, Jaime, ya viene el teniente para acá —insistió con cierto tono misterioso que me hizo levantar la cara—. Toma, este es el conocimiento.

«GUN», decía la descripción de la mercancía.

«Pero ¿a quién se le ocurre mandar una pistola para una exposición internacional?», pensé mientras me resignaba a la inspección.

En varios minutos llegó un Patrol del que bajaron cuatro guardias. También se personó el administrador de la aduana. Junto con el jefe de la terminal, un mozo de almacén y un servidor formábamos una expedición de ocho personas.

«Las armas extranjeras deben salir del aeropuerto con una guía de circulación hasta el recinto de intervención de la comandancia. Una vez allí el importador está obligado a aportar la licencia y demostrar que tiene un armero reglamentario (…)».

Un sinfín de requisitos que me iban a tirar por el suelo todo el día de trabajo.

Como el desorden del almacén era monumental, paralizaron el resto de las actividades. Hasta los vigilantes jurados se pusieron a buscar la mercancía de marras.

Por fin apareció una caja de cartón con las etiquetas de Air Canadá y la numeración correspondiente. Nos arremolinamos curiosos alrededor. El mozo sacó del bolsillo lateral del pantalón de cargo un cúter y abrió el paquete que guardaba el ‘tesoro’.

El teniente, con un gesto, nos hizo a un lado y sacó un bulto envuelto en papel Kraft, que más que una pistola parecía un fusil de asalto. Con mucha parsimonia lo desenvolvió y, ante nuestro asombro, apareció una pistola de aluminio cargada con un bote de silicona dispuesta a dispararse.

Las risas se escucharon hasta la terminal de pasajeros, todo el mundo recuperó la normalidad y yo volví a mis quehaceres pensando en lo absurdo de mandar desde Canadá ese juguetito con la cantidad de ferreterías buenas que hay en Sevilla.

Jaime Sabater Perales

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