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COSAS DE MI PADRE

 

Al terminar el segundo ciclo de carreras de caballos de aquel año, la Sociedad tuvo a bien organizar una cena para todos los colaboradores y voluntarios, que de manera altruista intervenimos en este evento de Interés Turístico Internacional. Se hizo dentro del recinto. Habían montado una gran mesa mirando a la playa. Llegamos justo al ocaso y pudimos disfrutar de la puesta de sol más increíble del mundo, la de Sanlúcar de Barrameda, con el Coto de Doñana de testigo.

No recuerdo si hubo alguna ensalada u otras viandas, pero una cascada de langostinos recién cogidos adornaba la mesa que teníamos enfrente y fue el plato principal. Langostinos terciados y cocidos en su punto de sal. Al probar el primero, el cuerpo del crustáceo crujió en mi boca y la llenó de un intenso sabor a mar, que me recordó al de las cañaíllas. Miré a mi mujer con gesto de sorpresa, insinuándole que el sabor y la textura eran raros para mi paladar y no tenían nada que ver con lo que había probado hasta entonces.

—Jaime, estos son los buenos de verdad —me dijo taxativa—. Y nos pusimos púos de aquel manjar.

Echando la vista más atrás aún, recuerdo un verano en la costa onubense, en Isla Cristina, otro sitio de ensueño de los que disfrutamos por aquí abajo. No tendría yo más de ocho años y habíamos alquilado un chalet dentro del pueblo. Por el día, aparte de estar todo el tiempo metidos en el agua, nos dedicábamos a coger coquinas haciendo un agujero con un talón en la arena. Salían a puñados. Por la noche mi madre las preparaba al ajillo. ¡Qué delicia!

Otras tardes íbamos a cenar por ahí y pedíamos raciones de pescaíto frito. Mi padre me dejaba mojar los labios en su tinto de verano. Todo me parecía genial.

Al probar una acedía de trasmallo frita, puse cara de asco.

—Mamá, estas no saben cómo las de Sevilla —le dije contrariado.

—Cariño, las de Sevilla son congeladas, estas son las buenas de verdad.

Nos han descafeinado el gusto y la vida. Huimos de la intensidad, que sustituimos por lo confortable y homogéneo, carente de pureza.

Mi memoria no se confunde y mi paladar tampoco. Y hablando de intensidad, decía don Enrique que desde que inventaron el bidé, los chichis ya no saben a lo que tienen que saber.

Cosas de mi padre…

Jaime Sabater Perales

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