FANTASÍA OCCIDENTAL
La vida le había sonreído.
Jubilado sin ganas aunque ya sin fuerzas, destacó por el nivel literario de sus querellas, demandas, recursos…, envidia de otros letrados y regocijo para jueces y fiscales.
La lozanía de su mujer contrastaba con su tez apergaminada, su temple erudito y un deambular parsimonioso que lo acompañaba. Pero ¡qué gran pareja!
Entre la flamenca Utrera y Sanlúcar de Barrameda repartían los días, hasta que la salud lo postró en su habitación. Lejos del mar.
—Cariño, dime qué necesitas —le preguntó ella al sentir que se le escapaba la luz.
—Pídeme una tapa de acedías y una copa de manzanilla —balbució entre delirios y estertores.
—¡Ojo, que quema! Prueba el vino primero. ¿Está fresquito? —teatralizó para disimular la voz rota que sus pupilas delataban.
—¡Buenísimo! Estaba seco. Por favor, tráeme otra copita mientras me como el pescado —susurró con mejor talante.
Salió nerviosa de la habitación por temor a romper la fantasía.
Volvió, algo recompuesta, con un vaso de agua de la cocina.
La claridad del mediodía, tamizada por el visillo de la ventana, reflejaba la sonrisa con la que él, a la postre, encontró el poniente.