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MY WEAPON

Cuando empecé a visitar esta ciudad le puse el pseudónimo de Sin Ley City, aludiendo a la casi homófona capital de Utha, Salt Lake City, que me sonaba de las películas del Lejano Oeste.

Una vez que cojo el desvío de la carretera de Lebrija, me parece que el tiempo se detiene en este lugar de ensueño. En este Puerto Lucero, que puerto no tiene, pero sí botero.

Como estoy bautizado en manzanilla desde hace más de dos décadas, me siento tan de esta tierra que tengo licencia para criticarla a la par que amarla, por mucho que me digan ‘miarma’.

‘Miarma’ nos llaman a los sevillanos que venimos a ocupar las playas y a llenar los chiringuitos y restaurantes.

Para que lo entendáis los foráneos, os explico que el término viene de ‘mi alma’, vocativo cariñoso muy usado en la capital andaluza:

«¡Cuánto tiempo sin verte, miarma! ¿Miarma, quieres una cervecita?  ¡Recoge la caca del perro, miarma!»

En fin, un latiguillo muy socorrido que nos distingue y señala.

Tengo casa en la Cuesta Ganado y desde aquí me muevo con soltura tanto a la playa como al centro. Una vez que aparco el coche no lo vuelvo a arrancar hasta que regreso a Sevilla, y a todos lados voy a patas.

Nada más salir de mi portal existe un paso de peatones en el que me juego la vida cada vez que intento cruzar la calle. No hay manera, por mucho que pise la primera línea blanca o haga aspavientos o me acuerde de la madre del conductor, muchos pasan por delante de mis narices sin intención alguna de apoyar el pie derecho sobre el pedal del freno.

El domingo pasado, con una de mis hijas y tres amigas, decidimos ir caminando hasta el último chiringuito de la playa en el que habíamos reservado mesa. Después de arriesgar nuestra integridad en el susodicho paso de la muerte, ‘marineamos’ por diferentes calles hasta llegar al sitio: La Orilla. Nuestra reserva no estaba muy clara, pero improvisaron dos mesas al fondo con mucha diligencia. La brisa de poniente y la carpa que nos protegía del sol hacían bastante agradable la estancia.

Cerveza para todos.

Una persona para montar la mesa, otra para traer los servicios, otra para pedir las bebidas y, finalmente y muy rápido, la comanda de la comida.

¡Fantástico!

Espetos de sardinas, ensaladilla rusa, chocos fritos, coquinas y unas pijotas, fuera de carta, recomendación especial de la encargada.

Las sardinas, ni de lejos malagueñas. La ensaladilla, bolas resecas con palitos de cangrejo y un gusto a cebollino algo raro. Los chocos, tiesos. Las coquinas, enanas y disecadas. Las pijotas, pasadas y cargadas de sal y rebozado, las tuvimos que echar para atrás. Aún así, pedimos para terminar una ración de lagartito ibérico con patatas, que, más o menos, evitó el desastre.

Antes de terminar la carne, la encargada nos trajo la cuenta que aún no habíamos solicitado. Antes de traer la vuelta, nos invitó a levantarnos de la mesa sin una botella de agua pedida y ofreciéndonos la barra para tomar un café que también me apeteció antes.

Cansados del mal servicio, que no hacía más que empeorar, le llamé la atención por su falta de profesionalidad. Reaccionó acusándome de roñica por tres euros de vuelta y me dijo, de muy malas maneras, que no me fuera a pasar, que a ver si me lo iba a tener que decir en sanluqueño.

Respiré hondo y aplaqué a las niñas que se la querían comer. Salimos a la playa y nos dimos todos un baño tratando de averiguar cómo pensaba esta chica mandarme a paseo en su idioma.

Estuve a punto de volver para preguntárselo, pero existen tantos sitios increíbles en Sanlúcar de Barrameda para pasear y disfrutar de la mejor gastronomía del mundo, que me aguanté las ganas.

Jaime Sabater Perales

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