AUREA MEDIOCRITAS
«¡El sentido común!», declamaba la Antoñita. «El menos común de todos los sentidos», remataba — parafraseando a Voltaire— en sus clases de geografía universal de segundo de bachillerato del mítico Instituto Murillo de Sevilla.
Ayer mismo un tío, al que he dejado de seguir en redes porque me llegó a levantar el estómago, promulgaba las bondades de ingerir varias cucharillas de postre colmadas de mantequilla a palo seco dos veces al día. Otro señor ajustaba la cantidad exacta en centilitros de alcohol semanal y diario a consumir para no tener un grave problema. Uno más a quien fustigar con el látigo de la indiferencia…
Cuando estaba en pleno desarrollo, recuerdo que merendaba varias magdalenas untadas con un dedo de mantequilla en un corte longitudinal y otro trasversal que volvía a componer antes de zamparlas. Ahora soy uno de tantos intolerantes a la lactosa que sin la pastillita no puede probar, sin irse de vareta, el helado ni la tarta de muerte por chocolate.
De los cubatas que caían los fines de semana en la época de ‘adolescente maduro’ mejor ni hablar, por no decir de los cigarrillos…
Si hubiese seguido comiendo mantequilla, bebiendo cubatas y fumando a aquellos ritmos, os puedo asegurar que estaría escribiendo desde una nube o desde una silla de ruedas con las piernas cortadas debido a la obstrucción arterial.
Antoñita no solo me hizo aprender, hasta hoy, las capitales del mundo, sino que sus enseñanzas sobre el sentido común, que yo extrapolo al virtuoso término medio, calaron en mí.
Odio la mediocridad con todo mi ser. Tanto que alguna vez me he pasado de frenada al tratar de ser brillante o intenso en diferentes facetas de mi vida.
No puedo evitar mi naturaleza, pero sí controlarla, y mira que me resisto.
Anoche, cenando con una copa (o dos) de buen tinto, recordé a don Enrique y su infinito refranero:
«Todos los días queso, y al año un queso».