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Genio vs ingenio

Al poco tiempo de mudarnos a La Eliana, los vecinos de los chalets colindantes organizaron una paella de bienvenida al más puro estilo norteamericano, pero sin barbacoa y a las afueras de Valencia, en la comarca de Campo de Turia.

Recuerdo aquello como algo cinematográfico y bucólico, que el paso de los años se ha encargado de embellecer en mi memoria.

Papá lucía un espeso bigote negro a juego con sus gafas graduadas de pasta, mientras que mamá, con un vestido de vuelo ceñido a la cintura, era la sensación de las féminas y generaba corrillos entre los hombres, atraídos por el desparpajo y el acento andaluz que embellecían su figura. Los niños correteábamos a través del enorme jardín y alrededor de la piscina medio vacía de agua verde, que esperaba la llegada del calor para ofrecer chapoteo y frescura.

En otro gesto de hospitalidad y antes de que los hombres tuvieran el arroz a punto, la dueña de la casa le ofreció a mi madre que se llevase lo que necesitara, entre todos los cachivaches almacenados en el enorme cobertizo.

Hamacas raídas, aperos de jardinería inservibles, colchonetas desinfladas… En un rincón, descansaba, oxidada y mugrienta, una lámpara de pie con el casquillo pelado, que llamó su atención y que, ruidosamente, sacó a la luz del sol.

—¿Te gusta? Tuya es —dijo muy resuelta la anfitriona y —por otro lado— contenta de librarse de un chisme que ocupaba espacio y acumulaba porquería.

Durante la semana siguiente, dedicó parte de su escaso tiempo libre a frotar la lámpara con trapos untados en limpiametales. Además, le encargó a mi padre que comprase, en el centro de la capital, una pantalla de fieltro bonita. Recompuso la parte eléctrica y, por fin, la emplazó junto al tresillo, enfrente de la chimenea del salón.

Cuando ya estábamos instalados por completo, invitó a sus nuevas amigas a tomar café, en gesto de agradecimiento por la acogida en la urbanización. Todas valoraron lo ideal que tenía la casa y no repararon en elogios hacia la lámpara de marras. La verdad es que había quedado preciosa, con un acabado en plata envejecida, que nada tenía que ver con el amasijo oxidado y negruzco al que le echó el ojo en aquel trastero.

Pasaron una tarde muy amena y se despidieron hasta pronto, mientras que los niños dábamos buena cuenta de las pastas sobrantes.

Al poco tiempo, apareció por casa el matrimonio del chalet de la paella, la piscina verde y el trastero. Al parecer, la lámpara era un recuerdo familiar del marido, que estaba muy disgustado con su pérdida… En compensación traían otra de sobremesa de chapa y tulipa de cristal esmerilado con motivos florales; fea y corriente. Mi madre se tragó la mentira y el orgullo y aceptó agradecida el canje.

De aquella lámpara, aunque mi madre se hartase de frotarla, no salió ningún genio, pero no hay más que tener ingenio y saber reconocer la belleza, para que surjan celos y envidias donde solo había olvido y descuido.

Jaime Sabater Perales

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