Don Demetrio y don Daniel
Ni eran dos tipos requetefinos ni eran dos tipos desbarataos, aunque sí bastante antagónicos y ambos maestros de escuela del colegio público Almotamid de Bellavista, en el que nos matriculó mi madre a los varones en la E.G.B. Mis hermanas fueron a colegio de monjas. A los gamberros se nos brindó la ‘oportunidad’ de recibir una enseñanza laica y bastante plural. Gracias a las líneas de autobús del propio colegio, allí concurrimos niñas y niños de varios barrios de Sevilla. Era un centro enorme, con gimnasio, comedor, capilla y un recreo con canchas deportivas donde nos poníamos en fila a primera hora antes de entrar a clase.
Don Demetrio lucía una calva vergonzante repleta de pliegues, unas gafas de pasta enorme y la rebeca gris de todos los días. Impartía clases de lengua, de matemáticas, pero insistía en que las más importantes eran las de inglés, que daba desde la segunda etapa. Tenía una forma muy característica de hablar y de reñir, que mi hermano Javier imitaba casi a la perfección. Don Demetrio poseía personalidad y carisma y dos coches que aparcaba dentro del colegio. Entre semana se desplazaba en un Seiscientos blanco que le confería cierto aspecto cómico, pero los fines de semana conducía su flamante Chrysler Horizon, que, bajo una funda a medida, esperaba impoluto, a la sombra de los nísperos, a que su dueño lo sacase de paseo.
Don Daniel fue mi profesor en segundo de E.G.B. Primero lo hice en el colegio parroquial de San Bernardo, tercero en el de La Eliana en Valencia y octavo en el Joaquín Turina de Sevilla. Cuando alguien me pregunta en qué colegio estudié, o me invento la respuesta o le pregunto que si tiene tiempo para un café largo…
Volviendo a don Daniel, el muy hijo de su madre impartía cosquis con un sello de oro que portaba en el dedo corazón de su mano derecha, para que más doliese a quien no se supiera la lección entera o se portase mal. Era un señor pelirrojo con cara de perro pachón, la piel salpicada de pecas y rojeces, unas gafas de cristales amarillentos, a juego con todo él, y aliento a tabaco negro. Aún me escuece cuando recuerdo el golpe seco del oro macizo sobre mi coronilla de siete años.
Mi madre fue a verlo.
Se acabaron los coscorrones y empezó a tratarme con respeto. No sé qué pasó en el despacho de don Daniel, pero las voces de la Chelo Perales se escuchaban desde el otro lado de la puerta. Salió muy digna, me dio un beso, me cogió de la mano y nos fuimos a casa.
Don Demetrio, una vez, me trincó copiando, pero me levantó el castigo cuando le escribí una nota de arrepentimiento que leyó, como ejemplo, en medio de la clase.
Don Daniel no pasaba una, hasta que se encontró con la horma de su anillo.
Dos estilos de educar, dos épocas que chocaban entre ‘la letra con sangre entra’ y el amor a la sabiduría, en una España efervescente que se resistía a dejar la caspa atrás.