AQUELLA EXTRAÑA SEÑORA
Más que de un armario empotrado, se trataba de una habitación entera repleta de cosas que olían a naftalina.
Cuando invadimos la casa de la abuela, el cuarto de servicio en el que vivió Lupe (la adorable tata que crió a mi madre y, casi, a todos nosotros) pasó a ser el dormitorio de los niños. Mis padres mandaron instalar un suelo acrílico imitando parqué y pusieron dos camas con colchas modernas. Pero el trastero quedó dentro, tras un tabique y la puerta blanca cerrada con llave.
Mi abuela metía todo en cajas cada cambio de temporada. Allí se guardaban los radiadores en verano y los ventiladores en invierno. También los abrigos largos, los trajes de fiesta y los uniformes del coronel colgados en perchas. Un orden milimetrado de baldas y estanterías, que a los niños no se nos permitía tocar.
Mi madre sí entraba mucho allí. Yo la observaba desde la cama. A veces tardaba más de la cuenta, y tras la puerta entreabierta la sentía trajinar.
En breve descubrí su secreto. Dentro habitaba su doble, con la que se cambiaba cuando terminaba harta de nosotros cuatro. No se lo dije a nadie, pero lo tenía súper claro. La falsa era antipática y fría. Nada tenía que ver con la dulzura que desprendía mamá.
Aprendí a distinguirlas por detalles mínimos. Sus miradas resultaban diferentes.
Un día, después de varios meses guardando el secreto, sufriéndolo en la soledad de mis doce años, al venir a darme el beso de buenas noches, noté que no era ella. Quedé petrificado, y agarrado al embozo de las sábanas aguanté sin respirar mientras me besaba aquella extraña señora.