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Vivos y muertos

Los días de celebración en la casa del Prado tenían, para mí, un ingrediente angustioso.

Una vez fallecida la abuela y después de jubilarse papá, el ‘ala norte’ de aquel piso enorme se utilizó como alojamiento de estudiantes norteamericanos, que viajaban a casas de familias sevillanas para perfeccionar el español.

Algunos se quedaban un trimestre y los más adinerados o becados, el semestre entero. Llegaban desde la universidad de Michigan y la de Cornell y, aquello, para los cuatro hermanos, supuso un soplo de modernidad y cosmopolitismo bastante enriquecedor.

Fueron varios años y muchos estudiantes los que por allí pasaron: chicas y chicos, negros, judíos, latinos, orientales, indos… Cada uno de su padre y de su madre y todos con algo que aportar a nuestro desarrollo cultural y curiosidad adolescente.

Aquella especie de apartamento incluía el antiguo y enorme dormitorio de la abuela, el cuarto de baño —gigante, frio y con los sanitarios Roca originales— y una especie de distribuidor reconvertido en salita de estar, separado por una puerta del resto del piso y con acceso a la terraza del fondo, con vistas a la Plaza de España, que también se comunicaba por otra puerta con el dormitorio.

Al saloncito le puso mi madre una mesa de camilla y una nevera para que los chicos pudieran tomar algo entre las comidas, que solían compartir con nosotros.

Cuando festejábamos algo, ya fuera un cumpleaños, un santo, un aniversario, la Navidad o el día de Acción de Gracias —por ejemplo—, elegíamos las cenas con la finalidad de hacernos coincidir a todos. Aparte, mi casa tenía las puertas abiertas y estaba, de continuo, llena de gente; siempre alguien para comer, un vecino de visita, un amigo en la merienda o una partida de cartas en el salón. Vamos, que más que a una vivienda, se asemejaba a un club social internacional.

En las noches de fiesta, cuando se acababa la cerveza en la nevera de la cocina, mi madre me mandaba a la del fondo en la que guardaba algunos litros de reserva. A pesar de estar habitadas, yo tenía la certeza de que el espíritu de mi abuela vagaba por esas estancias y me horrorizaba cruzar de noche el larguísimo pasillo y atravesar la puerta. Pero no podía negarme a obedecer. Para superar el miedo, llevaba al perro de compañía, iba encendiendo todas las luces del pasillo, cantaba por el camino, entraba allí —deprisa y corriendo—, cogía un par de botellas y salía escopeteado como alma que lleva el diablo, con el vello de la espalda erizado y la carita descompuesta.

Durante el camino de vuelta, trataba de recomponerme y entraba en el salón como si tal cosa. Mi madre me miraba de reojo, no decía nada, pero, mentalmente, me recordaba una de sus frases míticas:

«No tengas miedo de los muertos, cuídate mejor de los vivos».

Jaime Sabater Perales

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