Una estrella en el paseo de la fama
El paseo de la fama en Hollywood Boulevard me ha resultado una calle más de un barrio anodino de cualquier ciudad del mundo. Salvo por las estrellas incrustadas en el suelo, que lo diferencian, no he sentido ninguna emoción al caminar sobre sus baldosas de terrazo. Los edificios que lo recorren, tampoco me han dicho gran cosa y, por desgracia, me llamó más la atención la ingente cantidad de personas intoxicadas de fentanilo, que deambulan y se arrastran —como zombies en The Walking Dead— por sus aceras.
El no albergar demasiadas expectativas es algo que he ido aprendiendo con el paso de la vida; así no me llevo demasiadas desilusiones y, por otro lado, me sorprendo con según qué cosas.
Aquel año le había pedido a los Reyes Magos un lobo marino, que suponía la prenda de moda con la que soñaba para asentarme en la tribu urbana a la que me asomaba desde los quince. Alguna pista me dio mi madre: le había encargado el regalo a la sucursal que SS. MM. tenían en casa de mi madrina, que ejercía el madrinazgo de forma ejemplar y era generosa hasta decir basta.
La noche del día 5 de enero apenas dormí. Me imaginaba pavoneándome con el flamante abrigo por los bares de moda y regalando saludos entre mis iguales.
«¿De qué marca será? ¿Y los botones, lucirán azules a juego con el terno y con dibujos de anclas en relieve? ¿Solapa ancha? ¿Foro?», fantaseaba a la vez que me giraba de un lado a otro de la cama tratando de conciliar el sueño, nerviosito perdido.
Desde muy temprano, con los ojos como platos y las orejas de punta, esperé la llamada al salón de mis padres. ¡¡Cuánta emoción!! Por fin, nos alineamos de menor a mayor delante de la puerta cerrada.
Y se hizo la magia.
El tan esperado lobo marino era marino pero no lobo. Consistió en una trenca que me llegaba por debajo de las corvas. La desilusión fue tremenda. Yo anhelaba consolidarme como niño pijo y la trenca larga me alejaba de ello. Cuánto más me repetían en casa lo bien que me sentaba, mayor era la rabia y menos me gustaba aquella especie de guardapolvos salido de la película Quadrophenia. Pero le eché valor y me lo puse para ir a comprar el pan el día festivo. Tampoco quería incomodar a mi madrina ni a mi madre, que se habían tomado todas las molestias para contentarme.
Finalmente, llegué a un acuerdo con mi madre y su máquina de coser y dejamos la trenca a la medida de un tres cuartos. Me miré y remiré mil veces en el espejo antes de salir camino del instituto el primer día después de las fiestas. Yo seguía deseando un lobo marino, pero la trenca no estaba mal del todo…
Aquel abrigo me distinguió de la uniformidad imperante, le encantó a todo el mundo y me aportaba personalidad. A mis compañeras de clase les chiflaba y más de una me lo pidió para salir el fin de semana.
Ahora tengo un lobo marino que me suelo poner aunque pase de moda. Me llegó por sorpresa, un día de Reyes, casi cuarenta años después. Cada vez que lo saco del armario me acuerdo del niño de dieciséis años que quería gustar pareciéndose al resto, pero que no se daba cuenta de que brillaba por sí mismo sin necesidad de una estrella en el paseo de la fama.