PRIMER BESO
No tengo en la retina ningún primer beso. Por más que escudriño, aparecen algunos infantiles, otros adolescentes y unos cuantos frustrados.
Recuerdo que, a los diecisiete años y con el corazón a mil, un simple «pico» podía hacer que saltasen los botones de los Levis. Suponían proezas heroicas y sabían a cerveza y a tinto de verano. Robados en el bordillo de la piscina, en la puerta del colegio o en la parada del autobús, para salir huyendo de la vergüenza.
Pasar al toqueteo eran palabras mayores, y de ahí al sexo completo, en mi época, suponía más que un pecado, un milagro que ellas se resistían a conceder. Por eso era tan importante darlos bien y tener un buen aliento para superar la primera fase. Los chicles de clorofila ayudaban, aunque yo tenía un truco infalible: sacarlas a bailar, conseguir juntar las frentes y… llegaban solos.
La tarde se ha echado en la piscina y todo el mundo se ha ido ya. Tumbados en la misma toalla sobre la yerba observo como tomas los últimos rayos de sol. De tu boca seca asoman las graciosas y blancas paletas que hacen juego con esos labios rojos que tanto me gustan. La luz molesta, aunque no me canso de mirarte, de ver lo guapa que estás ahí mojada, despeinada y solita para mí.
Me recuesto muy despacio, sin que notes mi presencia y percibo el olor de tu colonia. Es increíble lo bien que hueles. Cojo aire hasta el fondo, me acerco un poco más a tu rostro y el corazón va a galope tendido. Exhalas y tu aliento de menta atraviesa cada poro. No hacen falta palabras, ni siquiera miradas, ahora me sientes, pero sigues ahí esperando, respirando, inmóvil. Ya no hay remedio. Cierro los ojos, hundo mis labios en los tuyos y me estremezco de dulzura. Por fin somos uno; dos chiquillos que escriben en silencio la historia de éste, su primer beso.
