LA CABRA Y EL GITANO
En mi niñez era algo muy habitual en cualquier plaza de barrio. El señor de la trompeta y la cabra me parecía un ser superior y distinto. No era un gitano al uso; su forma de vestir, sus conocimientos musicales y circenses, incluso su voz amplificada, le imprimían un aire misterioso y ancestral muy atractivo.
Hace no demasiado, tuve la suerte de ver el número y pensé que el trompetista sería aquel niño que pasaba el platillo, que habría heredado el carromato y los secretos no escritos de tan fabuloso arte. ¿Dónde viven, cómo se llaman, cuándo ensayan, vale cualquier cabra o se trata de una raza especial? Todas esas dudas me surgían también de pequeño, mientras contemplaba atónito y hasta el final el espectáculo.
La memoria me lleva de nuevo a la juventud, cuando todo era diversión. Recuerdo que reproduje dicho número en varios finales de fiesta junto al gran Mamé Arévalo. Fuimos recibidos con grandes aplausos y «descojone» del personal. Mamé hacía de gitano con camisa anudada al ombligo y trompeta imaginaria, y el que relata representaba a la cabra equilibrista. No quiero pecar de inmodestia, pero nuestro número sobre un taburete cojo, borrachos como piojos, entrañaba muchísima dificultad y requería de cierto donaire. Aparte, como toda genialidad, fue intento de plagio por otras parejas, con estrepitoso fracaso.
Juventud, infancia, infinita memoria que el calendario siempre dulcifica. Ahora, te sientas en cualquier terraza a tomar algo y no pasan cinco minutos sin que venga alguien pidiendo, interrumpiendo, disculpándose por mendigar. Y una vez das porque sientes que lo tienes todo y que estás disfrutando, mientras que ellos, tras la mirada hueca de los sueños rotos, se comparan y extienden la mano para que compenses tu remordimiento.
Dedico hoy este recuerdo y todos mis respetos a aquellos trotamundos que, para ganarse un duro, tiraban de arte, de música y de un trabajo antes de pasar el plato.