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QUECA

 

María Luisa Ximénez de los Cobos y Ortiz de Unzueta ha heredado el perfil aguileño de su madre y la natural elegancia de papá. Aún hoy, a los setenta y cinco años, mantiene el porte erguido, y su mirada celeste sigue brillando como los ojos de un niño delante de una pastelería. El pelo siempre recogido, los labios pintados y vestida de calle desde primera hora hasta que se retira a dormir.

La administración de las fincas rústicas y urbanas de la familia le ocupan gran parte de la mañana, hasta que el chófer la lleva del piso de la calle Salamanca al Club de Campo para su partida de bridge. Con una ensalada aguanta todo el día y sobre las siete y media vuelve a casa, donde la reciben con una cena ligera.

Siempre ha sido muy amable con el servicio y se preocupa por los estudios de los hijos de Antonio, el chófer, y su mujer Matilde, que también es su asistente personal e hija de la tata Manuela, aquella que le enseñara a andar por los jardines del caserío de Oyón, allá por los años cuarenta.

María Luisa, o Queca, como la llaman los íntimos, estudió Historia del Arte en la Pontificia de Navarra, donde aprendió a «librepensar» y adquirió el mal hábito del tabaco, que aún conserva. También sigue celebrando la comida de antiguos alumnos de su promoción, que ella misma organiza con gran acierto y afluencia.

Es algo malhablada, pero nunca da una voz más alta que otra ni una opinión de política. Huye de los cotilleos y, desde que enviudó hace tantos años, tras aquel horrible accidente de Federico en avioneta, no se le conoce relación con otro hombre que no sean sus tres hijos o las reuniones de los martes con don Rafael, su confesor.

Queca rebosa de vitalidad y simpatía y tiene siete nietos guapísimos que la visitan el primer sábado de cada mes con sus padres, que no suelen perder la ocasión para pegarle un sablazo. Ella se resigna, saca la chequera y les cuenta otra fabulosa historia a los niños, que la miran embelesados.

De las nueras mejor ni hablamos (¡Ay, Queca! ¡Si Fede levantara la cabeza y viera con las arpías que se han casado tus hijos! ¡Que me perdone don Rafael!), aunque ella las atiende con su amable sonrisa y deja pasar la vida.

Jaime Sabater Perales

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