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DULCE NOMBRE

La cabeza de San José, arrancada de una caída de la estantería, reposa a los pies de la cuna esperando a que alguien la pegue sobre sus hombros antes del día 24, en el portal que, desde que ella falta, nadie en la casa se atreve a guardar en su caja, y permanece durante todo el año sin resultar chocante, al menos para ellos. El árbol y los adornos de guirnaldas, bolas, luces y piñas secas se resisten a bajar del altillo. No se ponen de acuerdo, no encuentran el momento, se acerca el día y saben que tienen que hacerlo, pero o los tres a una o no hay manera. Él les dice que si el trabajo, ellas que si los estudios, él tiene muchas comidas comprometidas —culillo de mal asiento—, ellas procrastinan y se excusan. Mañana sin falta, acuerdan in extremis. Ya huele a Navidad. Y las sábanas se les pegan mientras que él no toca a diana, aunque hoy aguanta acostado mientras escribe esto. Piensa en cómo decirlo, de qué manera expresarlo sin que perdáis la sonrisa por la llegada a la vida del niño Dios.

***

Tenía, por aquel entonces, seis años. Se pegó a la falda de mamá y pensó que volvería a casa, que no iba con él ese sitio lleno de niños. Y se vio solo y compungido en una banca. Hasta la hora del recreo no paró de llorar, no comprendía el abandono familiar, echaba de menos su cuarto de juegos y a sus hermanos. Una niña preciosa de inmensos ojos azules le sonrió en el patio. Reía con toda la cara, parecía un ángel. Se hicieron amigos al instante. Se llamaba como su hermana pequeña y le llamó la atención una pulsera del color de sus cabellos con su nombre grabado. ‘¿Te gusta?’. ‘Sí, mucho’. ‘Te la regalo para tu hermana y para que no sigas triste’. ‘Muchas gracias’, y la guardó en el fondo del bolsillo del pantalón. Emocionado. Sin atreverse a sacar la mano y a soltar su tesoro. El presente dorado le quitó la pena. Cuando volvió a casa con la esclava para María, las madres se encargaron por teléfono de arreglar el entuerto.

El mismo teléfono, cuarenta y tantos años después, hace unos días, sonó de su casa a la mía, de su madre a mi madre, para comunicar que la niña del cabello de oro y de la sonrisa pura, la que me quitó la melancolía cuando era un chiquillo, se había escapado al otro mundo, de repente, sin avisar.

Nunca te olvidaré. Fuiste capaz de entregarme aquella posesión tan preciada de forma natural y desprendida con tal de hacerme feliz. María, no pienso sacar la mano del bolsillo hasta el día 6 de enero, te lo prometo. Por ti y por todos los que faltaréis a la mesa, que llenaré de regalos y sonrisas en vuestro honor.

Jaime Sabater Perales

En memoria de María Azancot.

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