Je suis désolé! (2)
Dice mi querido amigo Tacho que subirse al metro en Madrid es de pobres. Vacila con ello —de broma, claro—, como con tantas otras cosas que te pueden resultar chocantes, hasta que comprendes su gran humanidad y vocación de servicio.
Estando en París me acordé mucho de él al bajar al susodicho medio de transporte y me arrepentí de no haber cogido una furgoneta de siete, que éramos los que andábamos de turismo por la capital francesa.
Mi falta de orientación supina adquiere su grado más superlativo en los metropolitanos. Por lo que, como un invidente, o llevo un lazarillo o no tengo narices de saber dónde estoy, qué dirección elegir o cuál es la parada en la que tengo que bajarme o hacer transbordo.
París es una ciudad para patearla de cabo a rabo, para coger tortícolis disfrutando de su singular piedra labrada y de las buhardillas de sus edificios haussmanianos, para abrir el apetito al pasar por sus relimpias tiendas de dulces, embutidos y quesos, para enamorarse de sus puestos de frutas y flores, para comprender, cómo no, la influencia que ejerce en muchas de nuestras ciudades. Identifiqué Barcelona y Madrid, me sentí en Sevilla paseando por el Sena y creí que entraba en Triana al cruzar por el puente de Notre Dame buscando el barrio Latino.
Pero, aparte de su belleza eterna que cautiva, es una urbe tan enorme que sería imposible recorrerla a pie sin hacer uso del chocante subterráneo. Y en uno de esos cambios de línea, nos paró un grupo multiétnico compuesto por tres inspectores de metro.
Oh là là! Resultó que habíamos cargado el importe de todos los billetes en una sola tarjeta de transporte, que habíamos pasado los siete por un torno averiado y que ahora viajábamos seis de forma ilegal.
Mon Dieu! Cincuenta euros de multa nos querían soplar los ‘amables caza delincuentes’ por cada pasajero sin billete.
Y allí que saltamos al unísono defendiendo nuestra sevillana honradez. Medio en inglés, medio en español y subiendo cada vez más el tono ante la intransigencia e interés recaudatorio de los tres uniformados.
Conseguí calmar al grupo y me quedé a solas con el que mejor entendía español. Comprendió nuestra naturaleza familiar y viajera, se mostró más condescendiente y me propuso que en vez de tantas multas le pagase tres, datáfono en mano, a la vez que le brillaba el colmillo en su sonrisa de hielo.
—¡¡Aquí tienes mi pasaporte!! ¡Llama a la policía si quieres, pero no pienso pagar nada! ¡Tenemos todos los billetes comprados y somos ciudadanos comunitarios! —solté ante la falta de comprensión e intolerancia del empleado comisionista.
Y se armó la gorda… Y casi nos liamos a mamporros… Y llegó la policía… Y al final, salimos victoriosos y libres de cargos gracias a la empatía de los gendarmes, que de sobra sabrían cómo se las gastaban los que mandan en el submundo.
No brillan los parisinos por su simpatía, precisamente, y los extranjeros adoptados parecen aún más siesos; más chovinistas y malajes, en una ciudad con luz propia, que respira arte, cultura y belleza por cada esquina.
«Tacho, cuando vaya para Madrid, por favor, recógeme con el coche en Atocha, que al metro le he cogido una mijita de coraje».