El camino de los ángeles
La semana pasada, un amigo me sugirió que cambiase el final de mi último relato. Él opinaba que era demasiado ligero en contraposición con el empaque y profundidad del resto. Mezclar nostalgias, fantasmas, conciencia… con los dibujos animados de un cerdito tartamudo, le resultaba chocante y poco acorde «…al inmenso valor del texto de este relato», concluía.
El día anterior —el de los Santos Inocentes—, otro amigo me recriminaba el mal gusto e inmadurez que había tenido al comunicarles, por el grupo de WhatsApp, que me había caído en la calle mirando el móvil y había tenido que acudir al hospital para curarme las heridas… Como prueba, compartí con ellos un selfi con una paleta de menos en mi sonrisa. Él se quedó algo preocupado hasta que desvelé la broma, que no recibió con demasiado agrado: «Con 54 años, uno no espera esas tonterías…».
Otro día, otro amigo, al que admiro y adoro —por cierto—, me tachó de osado al hacer alusión jocosa de su tacañería en la barra de un bar.
Ligero, inmaduro, osado… «Impertinente y tocapelotas», añado y me quedo corto, porque soy el que más se ríe de sí mismo y se caricaturiza. Pero, en realidad, ¿no es eso lo que se nos pide?: no tomar la vida tan en serio, nunca abandonar al niño, ser atrevido, audaz, arrojado, intrépido…. Decir las cosas a la cara… Sí, claro, pero sin pasarnos ni llamar demasiado la atención. De forma discreta. Siendo brillantes pero no deslumbrantes, resolutivos aunque no impulsivos… Y así hasta el infinito. Con un pie en el acelerador y el otro, a la vez, en el freno. Eso, ¡frena, frena!, que yo me paro, porque a esta máquina infernal a la que llamamos humanidad no hay Dios que la entienda.
¡Y una mierda! Solo me parará el que de verdad manda. Sigo, claro que sigo. Y volaré en busca de mis sueños terrenales, siendo amable hasta donde me dejen y con la certeza de que el ruido y las turbulencias me llevarán, tarde o temprano, por el camino de los ángeles.
