HAMBRE ATRASADA
—¿Quedamos? —preguntó algo tímido e inseguro ante la falta de experiencia en estas lides de nuevo soltero.
—¡Claro! ¿Hoy? Voy para tu casa —dijo segura y sin cortapisas.
La tarde fue a mejor, a mucho mejor, y luego salieron a cenar cuando la otra hambre ya estaba saciada.
Ella no tenía complejo alguno. Ya no.
Se conocían de siempre, sabían el uno del otro, de sus triunfos y fracasos, de sus miedos y fortalezas. De sus vidas.
Él alucinaba con la facilidad y naturalidad con la que se desenvolvía al mirarlo, al amarlo con esas ganas, con esa desinhibición que tantos años atrás hubiera sido impensable.
Con cincuenta años cumplidos, todo fluyó con respeto y claridad. No hubo reproches ni compromisos ni arrepentimientos, solo un cruce de vidas con hambre atrasada, que Dios sabría qué podría deparar.
Siguió descolocado ante su seguridad. Pensaba en aquellos años de juventud en los que muchas amigas suyas vivían reprimidas, mucho más que un homosexual sin salir del armario. Controladas por sus padres, por sus hermanos mayores y luego por sus novios y maridos. Con un peso enorme por el qué dirán si actuaban así o pensaban asá. Con los mismos derechos y oportunidades que ellos, pero siempre un poquito atrás y teniendo que demostrar mucho más.
Ahora no necesita de nadie para sentirse bien, sabe estar sola, quiere estarlo. Entra, sale y, únicamente, da cuentas a sus hijos, que ya no cuelgan de sus tetas, pero que siguen amamantados de amor.
«¡Pobre gran hombre!, que vas siempre a rebufo, tarde y mal, que no dejas de ser machista por muchos golpes de pecho que te des. Que no miras más allá de tus narices y de tu ombligo. Que no sabes escuchar, aunque tengas las orejas de soplillo».