YESTERDAY
—Han organizado un viaje los de COU diurno para ir a ver la exposición de Velázquez en Madrid. Quedan plazas de autobús, pero no de hotel. Salen mañana por la noche desde la puerta del Instituto. ¿¡Nos apuntamos!? —Ella actuaba siempre así, con ese ímpetu. El apodo de «La Loca» no era casual, se lo había ganado a pulso. A mí me había ganado por el vértigo que suponía su amistad y por lo que me divertía al compartir sus locuras.
—Enano, prepara macuto de fin de semana, que nos vamos mañana a «los Madriles» con estas niñas… —le conté, sin muchos más detalles, al único de mis amigos que se apuntaría sin rechistar.
Ese jueves, después de trabajar y saltarme las clases nocturnas, me acerqué al «Cortinglés» a comprar víveres para el fin de semana. Habíamos acordado meternos en alguna pensión de las muchas que hay por la Puerta del Sol, y algo deberíamos llevar para el largo viaje. Recuerdo que compré una garrafa de litro y medio de güisqui White Horse, dos paquetes de patatas, un jersey abrigado y unos calzoncillos de la sección «Cosas», que llamaron mi atención por un botón instalado en la portañuela, que al tocarlo hacía sonar una canción de Los Beatles.
Al día siguiente el autobús saldría a las doce y media de la noche, y no íbamos a desperdiciar un viernes sin salir por Sevilla. Cargamos con el equipaje a la espalda y acordamos, con un amigo que tenía coche, que nos dejaría allí para empalmar la fiesta con la excursión. Llegamos por los pelos y con alguna copa de más. Nos bebimos mi botella durante el viaje, obligamos al chófer a parar en la carretera para mear, y el Enano echó la pota en el reposacabezas del asiento delantero. Un numerito en toda regla a cargo de los que se habían enganchado a última hora al viaje cultural.
El sol me despertó a la entrada de Madrid con la visión del famoso Pirulí, símbolo arquitectónico de la modernidad de los años ochenta. Con media torta aún encima, me dediqué a compartir, a voces, mi descubrimiento, como si se me hubiera aparecido la Virgen. El Enano, con cara de pocos amigos, me miró de soslayo, gruñó y siguió durmiendo.
Mientras algunos se bajaron para coger sitio en la infinita cola del Museo del Prado, los «sin techo» empezamos a buscar un alojamiento barato en un Madrid atestado de visitantes. Con la boca espesa por la juerga, nos metimos a desayunar en el primer bar que vimos abierto. Nuestras tres amigas comentaron, para mi estupor, que la vuelta era el lunes. «¿¡Qué digo yo ahora!? ¡Me echan del trabajo!».
—Mamá, llama el lunes a mi oficina y di que me he puesto malo. El autobús no vuelve el domingo —le rogué desde una cabina aprovechando la llamada para avisar de que habíamos llegado sanos y salvos.
—Estáis locos perdidos. Abrígate. ¿Dónde vais a dormir? Llámame mañana —decía la pobre que no ganaba para disgustos.
Madrid emborrachaba de arquitectura. Los grandes Ministerios, La Unión y el Fénix, El Palacio Real… Mis ojos provincianos destellaban emoción. En una pensión lúgubre en un segundo sin ascensor de escalones desgastados, nos recibió una señora a juego con la tristeza del resto del edificio. Una habitación cuádruple sin baño separada por una cortina gruesa y polvorienta fue nuestro alojamiento mixto, después de probar suerte en varios sitios. A mí me parecía todo muy interesante y aventurero. Dejamos los equipajes y salimos pitando para unirnos con el resto del grupo, comprar las entradas y disfrutar de la increíble exposición jamás vista en el mundo.
Cuando llegábamos al Parque del Retiro comprobé que no tenía el DNI encima, y nos tuvimos que dar la vuelta. Como íbamos todos a una, no me quisieron dejar solo en la capital. Al regresar, con la lengua fuera, nuestro grupo ya había entrado y era casi mediodía. La cola le daba la vuelta al parque y sería un suplicio intentarlo. Así que allí estábamos en medio de Madrid sin ver un solo cuadro, en una pensión cochambrosa, arriesgando mi primer trabajo en una agencia de aduanas, pero con todas las ganas del mundo.
Lo pasamos en grande, fuimos a todos los garitos, conocimos a mucha gente, bebimos, cantamos, bailamos… Y, a pesar de la indiscreta cortina y por culpa de mi escaso equipaje pensado para una sola noche, la música de Yesterday y el desvencijado somier pusieron la banda sonora al fin de fiesta del sábado y al del domingo.
Un doblete inesperado, un viaje relámpago en aquellos tiempos locos en los que divertirme y tener la cartera abrigada eran mis únicas preocupaciones. Allí aprendí que la improvisación es un valor, que hay que vivir el instante, y que, por mucha planificación que hagas, el Universo te sorprende; algunas veces para bien.