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VIRULÉ

 

La comida de Navidad de aquel año la celebramos en un asador de Salteras. Churrasco con patatas fritas para todos y jarras de cerveza. Íbamos vestidos con chaqueta azul y pantalón gris. Yo me puse la corbata de la flor de lis, que me regaló mamá, con una camisa de rayas celestes. El peinado con gomina aseguraba el tupé para todo el día, pero un ojo a la virulé afeó todas las fotos.

Iñaki venía de hacer el preuniversitario en los Estados Unidos con el cuello del polo levantado. Bastante subido de chulería y riéndose con la boca abierta, como hacen los yanquis para mostrar sus níveas dentaduras. De guaperas y ligón se pavoneaba por los bares de Los Remedios.

Mi primo Fernando me contó una noche en el Camino del Rocío, un garito donde nos ponían los cubatas en vaso de tubo y el refresco era de botella de dos litros, que Iñaki se había propasado con mi chica. Yo no estaba pendiente. Al día siguiente le pregunté y me confirmó que, efectivamente, el gallito del corral se había pasado con ella. Y dejé correr el asunto…

Fernando le pidió cuentas un día en la Facultad, pero no llegaron a las manos. Por aquella época, mi primo era campeón nacional de natación, tenía las mejores espaldas de Sevilla y estaba más fuerte que el vinagre. Yo seguí al margen.

A las dos semanas, sobre mediados de diciembre, llegué al bar de siempre y en la puerta estaba Iñaki, apoyado en el quicio y charlando con su novia. Entré sin saludar, pedí un güisqui con cola y me lo bebí de un trago para calmar los nervios. No veía a nadie. Estaba ciego de rabia. Me volví hacia la puerta con los puños apretados. Le toqué la espalda.

—¡¡¡Iñaki!!! —le grité.

Él se dio la vuelta sorprendido y antes de mediar palabra le zampé tal puñetazo en los morros que lo saqué del bar. Mi novia, que me vio salir, vino corriendo y me abrazó por detrás dejándome sin defensa. En ese momento Iñaki aprovechó y me devolvió un golpe en el ojo.

Todo el bar salió a ver la pelea, que ya era de dos pandillas completas. No llegó a más porque nos conocíamos todos y porque Fernando se metió en medio y nos mantuvo a raya.

Yo fui el ofendido y esperé mi momento. No iba a permitir que nadie defendiera mi honor. Tenía que ser cara a cara. Tal y como ocurrió. Así nos hacíamos respetar.

Al poco tiempo, Iñaki vino a buscarme para pedirme perdón y darme las gracias por haberle abierto los ojos y quitado la tontería. Nos dimos la mano y tan amigos.

Cada vez que reveo esas fotos, reparo en el ojo morado y me acuerdo de aquella pelea vaquera, que tantas veces he contado. No me siento orgulloso, pero como dice el refrán «más vale una vez colorado que ciento amarillo».

Jaime Sabater Perales

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