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VENECIA

 

Corría el año 85, sobre junio, mi primer año de instituto. Suficiente para saber que un INB público era la libertad que mi inconstancia necesitaba para fracasar académicamente.

Dos asignaturas me quedaron para ese verano, que se prometía lleno de aventuras y nuevas emociones: lengua y matemáticas. Las dos caras de una moneda que te hacían decidir si eras de letras o de ciencias, pero que me prepararon para ser un mal estudiante.

La lengua me encantó desde el primer día. Las listas de palabras nuevas que María Teresa la Conejo nos mandaba para aprender y que aún recuerdo: ralo, barbilampiño… El estudio morfosintáctico de la oración, la raíz, el lexema y el morfema. Todo eso me gustaba mucho, pero había que clavar codos y, después de probar lo que era salir a la calle, aquello pasó a un segundo plano.

Llegué al Murillo con unas zapatillas de tenis blancas, unos vaqueros de marca «Nisupu», un niqui y un mostacho de pelo negro y suave que no había probado una Gillette. Siete chicos frente a veintitantas niñas en una clase de techo artesonado de cinco metros de altura. Yo estaba más cortado que el pie de Kunta Kinte. No, aún no me interesaban las chicas, ni salir, solo el deporte y hacer amigos. Ellas eran compañeras y, a su vez, seres extraños y casi siempre superiores que me producían cierto desasosiego.

Vuelvo a ese fin de curso, a aquella mañana en casa un sábado a finales de junio. Un radio casete de color negro y antena telescópica, comprado en algún bazar, sonaba en la salita. Sería un programa de esos matutinos que compaginaban noticias y entrevistas con canciones de moda. De repente, un nota empezó a cantar con voz de ópera: «Io sono il capone della mafia, io sono il figlio della mia mamma […]». Me quedé turulato. Cuando sonaron guitarra, bajo, batería y la voz de David, comprendo ahora que allí arrancó mi juventud.

Ya éramos una pandilla los amigos del Murillo que empezaba a salir y a interesarse por la ropa. Zapatos castellanos y aquellos soñados Levis 501 que mi madre se resistía a comprar por ser muy caros y que fueron mi objetivo durante algún tiempo.

El club militar era la otra fuente de amistad. Las pandillas clasificadas por zona de césped en la piscina olímpica, las niñas con los pareos paseando por los caminos empedrados y nosotros haciendo deporte desde que llegábamos. También los baños de sol, el tonteo veraniego y el primer amor…

Aquel disco de Hombres G, que lo compraba uno y lo grabábamos el resto en cintas vírgenes, no paraba de sonar a todas horas, hasta quedar dormidos después de días interminables en los que la diversión era el único objetivo vital.

Ahora, a los cincuenta años, me paso el día echando broncas a mis hijas para que asuman sus responsabilidades, sean autosuficientes y tomen conciencia de sus vidas. Les digo esas cosas, mientras Pepito Grillo me recuerda: «¿Mamón, ¿dónde queda aquella toalla mojada sobre la cama sin hacer, para luego pasar media hora delante de un espejo, sacarles brillo a los mocasines, elegir una camisa que resaltara el moreno piscinero y correr a la calle con doscientas pesetas en el bolsillo y un bocadillo en el estómago que aguantaran hasta las doce de la noche?».

Desde las nueve y media, cada minuto era crucial, cada saludo, cada mirada a una niña, cada sorbo de cerveza o tinto de verano eran experiencias únicas e increíbles que ocupan aún espacio en mi memoria sensorial. Y de fondo siempre la música: en el bar, cantada a coro, en la tele, en la radio…

La pandemia nos ha dejado sin olfato, sin bares, sin reuniones, sin conciertos ni piscinas, y es ahora cuando me acuerdo más que nunca de aquel verano del 85 en el que empecé a ser yo y a formar parte de un grupo, mi pandilla, los amigos de toda la vida.

Esperemos que el verano deje atrás esta melancolía que provoca el encierro y podamos llenar de más música nuestra infinita memoria.

Jaime Sabater Perales

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