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«UNA AYUDITA, POR FAVOR, UNA AYUDITA»

 

La última oferta, pasada en tiempo de descuento, hizo saltar al estresado comercial de la silla de su escritorio. Dos pantalones enrollados, dos camisas bien dobladas y un par de jerséis esperaban dentro de la apretada mochila, encima de la cama desecha, para meter el portátil, el cepillo de dientes, cerrar la cremallera, y salir cagando leches camino de la estación del AVE.

Un beso, dos tapas al vuelo y un par de cañas en el bar de la esquina.

—¿Tienes los billetes?

—¿Pagas tú?

—¿Nos da tiempo a un café en la estación?

—¡Relax, estamos de finde!

«Tren suspendido por huelga», anunciaba el intermitente panel del vestíbulo de Santa Justa.

—¡Me cago en la cabra!

Corre, saca número, espera cola, mantén la calma, cambia billetes… La mochila pesaba en la espalda del comercial. Ella lo miró con ternura.

—¡Relax, estamos de finde! Dame otro beso.

Vagón diecisiete, camino de Madrid. La bandeja de entrada del teléfono siguió su ritmo, pero más suave a partir de las cinco de la tarde. Un par de llamadas para rematar faenas, una cabezada efímera, y, por fin, unas risas debajo del tapaboca.

«Jaime, ¿qué os queda? Recuerda: línea 1, línea 6 y línea 9 hasta Rivas Urbanizaciones. Allí os recogeremos», leyó en un WhatsApp de su anfitriona, que les esperaba para pasar un fin de semana de ensueño, y celebrar, sin más pretextos, la amistad, el trabajo y la salud.

Sin salir de Atocha, del tren al metro, sin oler el cielo de la capital ni ver ninguno de sus grandes edificios serpentearon pasillos, descifraron caminos. La encantadora empleada les dio las indicaciones que ellos hubieran sido incapaces de obtener por sí mismos, y les ayudó con la máquina expendedora de billetes.

«¡Qué horror! ¡Cuánta gente! ¡Cuántos andenes! ¡Qué calor! ¡Cómo pesa la mochila!».

Desde el fondo del vagón del último trayecto apareció arrastrada, encorvada, con un cayado en una mano y un cestito de piel en la otra para las monedas. Consumida por una vida horrible, que se adivinaba a partir de su peor aspecto. La piel negra y marchita brillaba de sudor enfermo. La mirada perdida al suelo y un pie descarnado y purulento, desnudo en escaparate lastimero, llamaron la atención de nuestro comercial.

«Una ayudita, por favor, una ayudita», repetía en letanía infinita con un hilo de voz de marcado acento africano, mientras, invisible, se rozaba con los pasajeros que dejaba a su paso.

«¿¡Qué coño hacemos mal!? ¿¡Cómo, cómo podemos seguir permitiendo esto!?», pensó y desvió la mirada sin nada de suelto en el quinto bolsillo de sus pantalones nuevos.

Fin de trayecto. Pero ella les siguió como te persigue la culpa. Se subió al tren y llegó al mismo destino, montada en unas chanclas derruidas. El comercial le aguantó la puerta abatible que daba paso a la calle, donde el aire olía a chimenea de hogares con zapatillas mullidas.

Al día siguiente, desde la cama del hotel, no podía dejar de pensar en ella, en todos ellos. «No basta, Jaime, no basta con un poco de ayuda, con sacudirte el bolsillo y la conciencia de vez en cuando. Haz más, tú puedes. Abre la mochila».

Jaime Sabater Perales 

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