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UN TRAJE CUALQUIERA

El sol marcaba el mediodía de un jueves de primavera adelantada. Los alcorques brillaban repletos de naranjas, que inundaban la calle con ese característico olor amargo.

Andaba despacio, casi arrastrando los pies. Sus rodillas y todos sus huesos avanzaban maltrechos. Demasiados inviernos y noches a la intemperie lo situaban en el calendario de una larga historia de trotamundos.

Medio bollo reseco y unas lonchas de fiambre caducado le habían proporcionado las fuerzas para avanzar durante la mañana. Hasta alcanzar aquella zona residencial, que contrastaba con su pinta. El pantalón raído y ajado no daba más de sí. Una camisa de vestir sin un color definido y una chaqueta descuajeringada repleta de lamparones completaban el terno lastimero. Un sombrero de carpintero le imprimía cierto aire de un pasado burgués. De una buena familia, que su mal fario había dado al traste, y que evitaba recordar para no cargar con más peso que el del pequeño petate en el que atesoraba una muda casi limpia y algunos cachivaches y víveres, que le facilitaban su deambular.

Levantó la cabeza al pasar junto a la cancela de la casa señorial. La empujó y avanzó por el camino empedrado entre rosales y un césped perfecto. Al fondo de la escalinata balaustrada, el portón de madera de cerezo de dos hojas le invitó a subir. Recompuso su figura encima del felpudo y llamó al timbre, que hizo eco en el interior.

Unos pasos lejanos le movieron a quitarse el sombrero cuando la doméstica uniformada le abrió la puerta.

—Buenos días, ¿qué deseaba?

—¿Está la señora de la casa, por favor?

La chica lo miró de arriba abajo con gesto contrariado, sin recordar su origen humilde y transatlántico, y le instó a que esperase un minuto tras la puerta encajada.

Él asintió con el sombrero apretado al vientre entre sus manos renegridas por el sol.

Más pasos de tacones, y una luz de mujer apareció en el umbral. No alcanzaba los cincuenta y cinco años. Tenía el pelo castaño recogido, una rebeca de lana virgen abrochada y una falda de espigas de tubo, que armonizaban con la casa y con su sonrisa.

—Dígame, buen hombre, ¿en qué podemos ayudarle?

—Señora —dijo apretando más el sombrero contra su enjuto cuerpo—, disculpe las molestias y mi indumentaria, pero vivo en la calle y vengo desde muy lejos…

—Dígame, por favor. Es que andamos muy ocupados con el almuerzo y mi familia está a punto de llegar —se impacientó ante el titubeo del mendigo.

—No quiero limosnas ni comida, no, pero…si fuese tan amable, ¿no tendría usted por ahí un traje viejo de su marido? Uno que ya no use y pueda ser de mi talla. Un traje, señora, un traje cualquiera, aunque sea marrón.

Jaime Sabater Perales

Relato basado en un chiste ‘fino’ que contaba mi padre y que mi compadre solía pedirme cuando andábamos por ahí de farra.

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