TINTO DE VERANO
La araña saltarina acechaba sobre la barra a la mosca que lamía los restos de un azucarillo, mientras Enrique esperaba su turno.
El bullicio de la terraza resonaba bajo los toldos de rayas que se mecían al son del aire caliente de la canícula. Desde aquella atalaya se divisaban las pistas de tenis vacías, los jardines salpicados de flores y el gran eucalipto. Al otro lado, procedente de la piscina con forma de ele, el chapoteo infantil animaba al baño; aquel verano del 73.
—Don Enrique, ¿qué le pongo?
Apurando la calada, dudó entre otra caña de cerveza o una copa de tinto a la que el calor no invitaba.
—Adolfo, un tinto de verano, por favor —pidió por fin.
—¿Qué? ¿Un tinto cómo? —preguntó el camarero desconcertado.
—En un vaso de tubo con tres piedras de hielo, sírveme hasta la mitad de tinto, el resto de sifón y una rodaja de limón —explicó con detalle.
—¿¡Ah!? ¿Un tinto con sifón, entonces?
—Pues eso, querido, un tinto de verano.
Al día siguiente, todo el mundo pedía así la refrescante bebida, que nadie sabe ni cuándo ni dónde, pero que mi padre inventó.