SIN COMPÁS
Me duelen mucho las rodillas. He salido sin ganas de jugar a la pelota. De lejos veo al «barriga» aguantar los envites de los que saltan al cielo voy, mientras los de abajo se arquean. La talega de las canicas tampoco quería gruñir en el bolsillo del pantalón de pana. Sigo deambulando. Doy patadas a las piedras de albero que se deshacen al rodar. ¿Por qué me duelen tanto las rodillas?
Los de octavo echan del campo a los de quinto que, gachos, improvisan otro partido en la explanada con chaquetas amontonadas como postes sin larguero. El polvo que levantan se mete en el paladar. Busco aire fresco en el rincón de la tapia de cemento que deja ver el descampao de afuera.
Hace frío debajo del jersey de cuello vuelto. Me pica. Tengo las manos heladas y echo el vaho hacia la calle. Como si fumase. Dos chuchos famélicos se han enganchado y me miran de reojo sin pudor.
El Martínez, con la mano de su padre aún marcada en la cara por los siete cates de las notas, se acerca por detrás.
—Saba, en las siguientes falsificas la firma de mi viejo. Este no me pega más, por mis mulas. Anda, arrímate y te enseñamos a tocar palmas.
—¡Un!, dos, tres; ¡un!, dos, tres. Tú sígueme —dice el otro niño, el Gitano.
—¡No te vengas conmigo! Mantenlo ahí, yo redoblo. Eso, así. ¡Bien, rubio! Ahora tú… Ja, ja, ja. No sabes. No tienes compás.
—¡Papá, papá! ¿Dónde estabas? Venga, hazme caso, sígueme: un, dos, ¡tres!, cuatro, cinco, ¡seis!… Yo redoblo.
Ya no me duelen las rodillas de crecer. Me tañen los recuerdos. Una pizza se quema en el horno. Suena Camarón por soleá y babeo con mis hijas, que tratan de enseñarme a tocar las palmas redoblás. Nunca aprenderé.