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SIEMPRE FREUD

 

Sevilla tiene dividido su corazón de verano entre las provincias de Cádiz y Huelva. Como si del Betis o del equipo del Ramón Sánchez-Pizjuán se tratase, cada playa se defiende con verdadera pasión. No hay lugar a dudas de que la propia reúne las condiciones indispensables para ser el mejor sitio de veraneo del mundo mundial. Al igual que no tengo afiliación política e intento ser crítico con todos los colores, sin ceguera fanática, de cada lugar me quedo con lo mejor, acudo a ellos a disfrutar y mantengo en la retina recuerdos muy agradables.

Matalascañas supuso, por cercanía, economía e inercia, la playa que más disfrutamos en los albores de la edad adulta. En la época que ya teníamos carné de conducir y libertad para movernos durante los fines de semana previos y posteriores a las vacaciones familiares.

Desde los dieciocho años hasta los veinte, en los que me saqué el carné, transcurrió una eternidad. Algún amigo lumbreras decía que, si no te lo sacabas recién cumplida la mayoría de edad, después la pericia no sería la misma al ser muy mayor y tener menos reflejos. Yo me lo saqué antes de cumplir veintiuno y, como lo pagaba de mi bolsillo, aprobé el teórico y el práctico a la primera. Eso sí, mi profesor de la autoescuela me decía que, para correr, primero hay que aprender a andar, pero es que yo andaba loco por no parecer un viejo al volante.

Tres bicicletas, cinco mil pesetas en cada cartera, una tienda canadiense y la ranchera prestada del padre de uno de nosotros fueron nuestro pasaporte para aquel fin de semana de camping, que se prometía excitante entre deporte y fiesta. El plan consistía en llegar el viernes por la tarde, montar la tienda, salir de copas y levantarnos al alba, aprovechando la marea baja, para hacer una ruta desde Mazagón hasta Torre Carbonero, en pleno Coto de Doñana. Las copas, como siempre, se desmadraron y dormimos poco, hasta que el sol nos sacó de la tienda sudando güisqui a las nueve de la mañana. La marea empezaba a bajar y no podíamos permitirnos quedarnos sin arena dura para la vuelta. Así que soltamos el lastre de la fiesta, nos pegamos una ducha rápida y enseguida estábamos dando pedales los tres, con sendas resacas de muerte.

El día amaneció increíble, sin la más insignificante nube. Enseguida pasamos por Torre de la Higuera, el conocido tapón de Matalascañas, restos de los cimientos de una de las once torres almenaras que defendían el litoral onubense. El terremoto de Lisboa la tumbó en 1755 tras dos siglos de servicio contra los ataques de corsarios y piratas berberiscos, después de que la mandara construir Felipe II en 1577.

La zona del tapón en la playa de Castilla es la más concurrida y popular de esta parte de la costa. Desde muy temprano iban llegando familias cargadas de neveras, sillas y sombrillas, para conquistar su pedazo de tierra y mantenerlo durante todo el día. Algunos niños nos saludaban al pasar, como si fuéramos la avanzadilla a caballo de un ejército invasor. Señoras mayores vestidas de negro, con las enaguas arremangadas y las medias bajadas por los tobillos, chocaban con la modernidad urbanística y con las extranjeras en top less, que ocupaban las tumbonas de los hoteles con los primeros rayos de sol.

Pasado el Pueblo Andaluz ya no había más edificios, solo dunas a la izquierda, el océano a la derecha y kilómetros de playa por delante. La resaca la dejamos atrás. Con veinte años nada duele y todo pasa deprisa.

Transcurridas dos horas, a lo lejos, empezamos a divisar nuestro objetivo erecto de quince metros de altura, que a esa distancia parecía diminuto, pero que animaba a nuestras piernas a seguir pedaleando. Ni un alma en aquel paraíso natural, solo tres jóvenes con la sangre a borbotones circulando por sus cuerpos sudorosos. Dejamos las bicicletas apoyadas en las dunas y, desnudos, nos dimos un baño reparador. La verdadera libertad debe ser algo muy parecido a aquella sensación, o al menos así lo recuerdo. El sonido del mar y el calor del sol invitaban a tumbarse y a descansar entre las dunas aireadas por la brisa de levante que nos acariciaba con olores silvestres. Mientras mis dos amigos se pusieron en la orilla a cambiar un eslabón atascado de la cadena de una de las bicicletas de montaña, yo seguí tomando el sol en pelotas sin ninguna mirada recriminatoria.

Un escarabajo dunar llamó mi atención. Tras sus huellas apareció un segundo ejemplar de mayor tamaño. Cuando le dio alcance, empezó a rondarlo en una especie de saludo, que enseguida pasó a cortejo. El macho hizo el intento de montar a la sorprendida hembra, que rechazó su descaro con las patas traseras y lo catapultó a varios centímetros de ella. No estaba dispuesto a rendirse tan fácilmente y volvió al ataque, esta vez con más delicadeza. Toda mi atención se centró en la escena y dejé de oír el sonido del mar y a mis amigos que seguían en su faena y que las dunas no me dejaban ver. Al segundo intento, el rechazo fue anecdótico, incluso insinuante —Vete, pero quédate—. Él captó la señal y enseguida estaba sobre su tórax de ébano reluciente, con todas las patas sujetando a su amada. La curvatura y dureza de los élitros de la hembra parecían incompatibles con el liso abdomen que presentaba el macho, que seguía escalando sobre ella y tratando de acomodar su cuerpo en una suerte de equilibrismo romántico.

Cuando nuestro Romeo negro alcanzó la posición deseada, ella se quedó quieta a su merced, relajada diría yo que seguía atónito contemplando, en vivo, el reportaje de vida natural. Ninguna información tenía acerca del tipo de reproducción de estos coleópteros con armadura, hasta que él comenzó, con movimientos rítmicos, a bascular el abdomen. De su interior apareció un pene trasparente, fino y muy largo, que con notable maestría introdujo en el cuerpo del escarabajo hembra. Sí, un pene con todo lujo de detalles de un tamaño desproporcionado para el compacto cuerpo del insecto entraba y salía haciendo la metralleta con fruición.

El galán, pasados unos instantes eternos, alcanzó el clímax y dejó caer su cuerpo exhausto sobre el de ella, que quedó despatarrada sobre la arena. Así permanecieron otro buen rato, seminconscientes, hasta que el macho espabiló y, como pudo, descabalgó y tomó tierra. Dio tres o cuatro vueltas alrededor de su pareja, la saludó con las antenas, le dio la espalda con cierta chulería, se marchó por donde había llegado, y me pareció que silbaba una conocida melodía mientras se perdía por el valle colindante. Ella quedó inmóvil, satisfecha y algo desconcertada, casi tanto como yo. Que volví a oler a retama y sal, a escuchar el mar, a sentir la brisa sobre mi piel; borracho de naturaleza.

Y en aquella duna, desnudo y solo sucumbí, sin remedio, a la pulsión sexual de mis veinte años.

Jaime Sabater Perales

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