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REGALO CAÍDO DEL CIELO

 

Hace dos semanas, mientras comíamos en un restaurante sin tataki ni sashimi —creo que debemos de tener Omega 3 en el organismo hasta la muerte, y digo esto, aunque me vuelva loco el atún barbateño—, mis compadres me propusieron ser padrino de confirmación de su hijo mayor. Ya lo soy, de bautizo, del pequeño —Padrino Búfalo, me llama— y debo de estar haciéndolo tan bien que me proponen ahora el segundo padrinazgo familiar.

Con alegría acepté tan digno honor, para el que la Santa Madre Iglesia exige estar confirmado.

—Necesito tu certificado de confirmación antes del viernes que viene —dijo mi comadre, muy seria, después de brindar por la inminente celebración.

«¡Vaya coñazo!, ¿de dónde saco yo un hueco para ir a por un certificado de esos? —pensé antes de contestarle mirando para la izquierda—: ¡Claro que sí, comadre, cuenta con ello!».

El lunes antes de comer, me acerqué con la moto a la parroquia de San Antonio María Claret. Entré por la rotonda de la avenida de las Razas, calle Padre García Tejera; Heliópolis a la derecha y Reina Mercedes a la izquierda; cuántos recuerdos infantiles y adolescentes. En la calle Uruguay, número 22, nací un veintiuno de julio, allá por 1970.

Acto fallido: «El horario de la oficina parroquial es de seis y media a nueve, de lunes a viernes», me dijo un sacerdote muy amable que estaba sentado en el banco del patio de entrada. Junto a él, había una señora mayor que, a la vez, me recomendó llamar primero para no tener que volver otro día a recoger el «dichoso papelito».

A eso de las ocho y media, llamé, me identifiqué y quedé con la secretaria en pasar a recogerlo el martes antes de las nueve, «Previo pago de seis euros que recomienda el Arzobispado», me dijo.

Allí me presenté con mi novia, en ropa de deporte, después de clase de Body Balance. Eran las ocho y cuarto y el cielo aún estaba azul clarito. Entramos con la moto, esta vez por la avenida de la Palmera, dejamos el estadio de las «criaturitas» a nuestra izquierda y aparcamos en la puerta de la parroquia. Estaban celebrando misa —comprobamos al asomarnos con reparo por ir en mallas y botines—, pero la puerta de la oficina estaba más a la derecha, en el mismo patio.

En un despacho muy pequeñito al entrar a la izquierda nos recibió la secretaria rodeada de papeles.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, expeditiva.

—Jaime Sabater Perales.

—¿Eres antiguo alumno?

—No, estoy bautizado y confirmado aquí, pero no estudié en Claret, aunque nací en el barrio y viví en Bami hasta los doce años —le conté.

—He emitido un certificado de bautismo que recoge la confirmación y es más rápido —dijo, mientras sacaba el documento de una carpeta marrón que estaba encima de otro montón de carpetas y papeles.

Mientras despachábamos, un sacerdote muy mayor, bajito y con los ojos azules se acercó a la puerta. Parecía que esperaba a que saliéramos o que simplemente curioseaba a los visitantes, pero permanecía en silencio. Al coger el documento, empecé a leer por encima: libro, folio, partida, bautizado en, por, hijo de… Mi padre, mi madre, mis abuelos paternos, los maternos y mis padrinos. Nombres, dos apellidos de todos ellos, y una gran emoción arrancó desde la memoria a mi corazón. Menos mamá, todos muertos y todos en mi mano en un pedazo de papel.

—Lee quién fue el cura que te bautizó —pidió la secretaria mirando al anciano sacerdote que seguía esperando en la puerta.

—Florentino María de Luis Vázquez, el día treinta y uno de julio de mil novecientos setenta —leí en alto, dirigiéndome al señor de los ojos azules.

—Yo soy el hijo de mi madre y de mi padre —dijo con ojos vivarachos tras la mascarilla.

No me lo podía creer, allí estaba delante de mí el otro superviviente del documento. Ochenta y tres años tenía, uno menos que mi madre, y con la lucidez y simpatía de un novicio. Me preguntó por mis abuelos y dónde vivía yo ahora. Era hijo de un guardia civil valenciano y recordaba al coronel, aunque, según me contó mamá, el abuelo, aparte de con media Sevilla, también tuvo un encontronazo con el benemérito cuerpo y no era muy querido por los de verde.

Estuvimos un rato charlando, mientras yo seguía muy emocionado por los recuerdos y el encuentro. Nos acompañó hasta la puerta y de nuevo le di las gracias por darme el sacramento. Desde el dintel, y nosotros ya en el patio con los cascos bajo el brazo, me dijo:

—Yo te bauticé para que fueras santo. No lo olvides nunca —afirmó sonriente y muy seguro.

La emoción contenida se desbordó y los ojos se me humedecieron al instante. Mi chica se dio cuenta y nos despedimos como pude. Antes de llegar a la cancela, rompí a llorar con desconsuelo. Ella, sin comprender del todo, me abrazó para calmarme.

Dios había venido a verme a través de este sacerdote y me recordaba que fuera bueno, que siguiera en la «pelea» diaria, pero con amor, sin hacer daño a nadie, dedicando cada logro a todos los que, desde arriba, velan por nosotros.

Gracias compadres, por este inesperado regalo.

Jaime Sabater Perales

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