Skip to content Skip to footer

QUINIENTAS PESETAS LA HORA

 

Lalo era un gigante mal encarado que rara vez sonreía. Mi cuñado, Che, me dijo que fuera temprano y que preguntara por Lalo en la puerta, que ya había hablado con él y que me había metido en la lista de esa noche junto con tres más.

Antes de las nueve de la noche, me presenté allí andando desde la parada de Los Amarillos de la carretera de Cádiz. A la altura del club militar, que se veía a lo lejos desde el autobús. Bajé justo en la puerta del Casablanca. Un local misterioso con un portón cerrado, que decían que era otro tipo de club que solo abría por las noches. Yo tenía dieciséis años, y este sería mi primer trabajo. Desde la parada hasta La Recua habría unos doscientos metros mal contados por el arcén solitario. Se me hicieron eternos por los nervios que llevaba. «Preguntar por Lalo», iba repasando a cada paso.

La Recua olía a campo y a cerveza, a albero recién mojado y a cloro de piscina. Lalo me recibió serio y con un apretón de manos que me cimbreó el cuerpo entero.

—Eres Jaime, ¿no? Ponte delante de esa barra pequeña y espera a que yo te avise. Serás el segundo en entrar.

Lalo era el jefe de puerta y el encargado de los RV. Al rato llegaron los otros dos compañeros. Se empezó a echar la noche. En seguida entraron clientes con ganas de fiesta que se fueron distribuyendo por las diferentes barras y jardines que componían la enorme discoteca al aire libre.

El RV de más antigüedad me explicó el sistema. «Tienes que coger una caja de plástico de refrescos de esa pila. La dejas en un sitio fijo y vas buscando vasos de tubo vacíos por el suelo hasta llenarla. La traes aquí para que los “mantenimiento” laven los vasos y los coloquen para que los camareros puedan servir más copas, mientras tú coges otra caja vacía. Así toda la noche sin parar». Parecía muy fácil esto de ser un Recoge Vasos.

—Jaime, ¡ven aquí! —me gritó Lalo desde la puerta. Acércate a la barra de las carnes y pídele al encargado que te de el chiringador de la cerveza, que se ha jodido el de esta barra.

—¿El qué? —dije con los ojos achinados al no entender una palabra.

—¿Eres tonto o qué? El chiringador de la cerveza. ¡Corre, idiota! ¡Que se está llenando esto!

Volando me acerqué, guiado por el olfato, a la última barra que encontré en el recinto, justo al borde de una piscina lista para el baño.

—Soy el RV nuevo, me ha dicho Lalo que me des el chiringador de la cerveza para la barra de la entrada.

El encargado miró al cocinero con cara de póker. El primero me sonaba del club militar, pero ni me atreví a preguntarle.

—¿Cuál quieres, el de gas o el de petróleo? —me dijo el circunspecto cocinero.

—No lo sé, solo me ha dicho que me deis el chiringador, por favor, que la barra está llena de gente y no pueden servir cerveza.

—¡Anda, corre! Y pregúntale cuál de los dos te damos.

—¡Coño!, pues cuál va a ser, el de gas, el otro no vale —dijo Lalo, más serio aún si cabe y haciéndome pasar por tonto de nuevo.

Mi polo recién planchado parecía ya un guiñapo. El sudor me chorreaba por la espalda y por el flequillo de tanto correr de una barra a otra.

—De acuerdo, ya te lo hemos preparado. ¡Cógelo, anda!, pero llévalo con mucho cuidado, que no se te caiga.

«Me cago en la leche, cómo pesa esta puta mierda», pensé al levantar el enorme bulto cubierto por varias bolsas de basura negras. El maldito chiringador crujía por el camino y parecía que tenía varias piezas sueltas. Llegué sin aliento, sorteando clientes, con cuidado de no caerme por los pasillos empedrados, mareado por las luces de neón y la música ensordecedora.

Con mucho misterio, Lalo y el encargado de barra miraron dentro de las bolsas.

—¡Joder, Jaime! Este no es, pero ¿¡qué coño han metido aquí!? Anda, llévatelo y que te den el chiringador de émbolo. El de gas sí, pero el de émbolo.

No me lo podía creer, todavía no había entrado a trabajar y ya estaba reventado. Volví a levantar —sin rechistar, pero ya sin fuerzas— el paquete, y comencé, a rastras, a caminar de nuevo hacia el fondo.

Detrás de mí, tapadas por la música, escuché risotadas y la voz de Lalo que me reclamaba.

—¡Anda, idiota, vuelve aquí! Deja eso en el suelo y ábrelo.

Entre las maltrechas bolsas de basura aparecieron un montón de ladrillos sobre dos cartones. Toda la barra se partía de risa y por fin conseguí verle los dientes a un desternillado Lalo.

Ya era uno de ellos. Me dieron un vaso de agua, unas palmadas en la espalda, y empecé a recoger vasos como si no hubiera un mañana. A quinientas pesetas la hora, aquel jueves de principios de julio de 1987.

Jaime Sabater Perales

Newsletter

Suscríbete y conoce las novedades

[mc4wp_form id="461" element_id="style-6"]

Jaime Sabater © 2024. Todos los derechos reservados. | Diseño y Desarrollo por BrandMedia | Política de Privacidad y Cookies