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QUIEN QUIERE LAS COME…

Estoy harto de comer en la calle.

Esta afirmación es del todo falsa, pero llevo un tiempo que me he olvidado de cocinar potajes. Con tanto trabajo mis hijas se han hecho prácticamente cargo de la intendencia de casa y los pucheros no van mucho con ellas. Anoche me sorprendieron con un huevo escalfado con aguacate sobre una tostada de maíz… Riquísimo, pero la loncha de queso y las especias que también le habían incorporado al capricho culinario me han tenido toda la noche revoltoso y sediento.

Cuando tomo legumbres que no tengan demasiado compango ni estén muy especiadas, mi cuerpo se regula y mis cañerías se desatascan. El cuchareo me hace el mismo bien que ir al gimnasio o que dormir ocho horas a pierna suelta.

La capacidad para descansar, que un tiempo atrás di por perdida, se recupera con equilibrio, orden, salud y buenos alimentos.

Ayer almorcé en casa solo y saqué unas lentejas estofadas que tenía congeladas. La fiambrera dio para un buen plato hondo que acompañé con una copa de tinto del resto de una botella descorchada unos días atrás.

Con una de las últimas cucharadas algo rechinó entre mis dientes que casi me partió una muela y que me saqué de la boca en varios pedazos. En ese mismo instante mi mente voló a la infancia y recordé aquel día que mi madre insistía en las bondades de las lentejas frente a nuestra resistencia:

—¡Comeos las lentejas, que tienen mucho hierro! —afirmó con vehemencia.

A lo que mi hermana pequeña respondió contrariada:

—Sí, mamá, mucho hierro… y piedrecitas.

Jaime Sabater Perales

Pues eso: ‘Lentejas comida de viejas, quien quiere las come y quien no las deja’.

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