¿QUIÉN DIJO MIEDO?
Ya no tengo miedo a hablar en público.
El pánico escénico es algo aterrador y paralizante, pero superable con preparación y seguridad.
El otro día en la presentación de «No busques más, que no hay» hasta me permití la chulería de que Bernardo, mi querido prologuista, no me pasara las preguntas que tenía preparadas para la entrevista que me haría durante el acto. Improvisación, frescura y muy poca vergüenza.
Pero el pánico siempre revolotea y te puede desmontar. Desmontar al extrovertido que pisa firme, que tiene claro sus objetivos y que es rápido en sus respuestas. Dejar entrever inseguridades y mostrar al niño tembloroso y torpe, que no es capaz de avanzar ni tan siquiera de mover un músculo.
Con la algarabía del éxito pasé toda la velada y la mañana posterior. Recibí mensajes y vítores de los que acudieron y de los que no pudieron asistir. Seguí vendiendo libros, hincho de emoción. Y así llegué a la cita vespertina que tenía prevista para salir de viaje a Ronda.
El último de mis amigos más jóvenes se casa, y allí que nos fuimos a despedir su soltería. Dos cenas, una comida, vino, fiesta, alegría… Y un barranquismo el sábado por la mañana, para despejar las telarañas resacosas y meterle el punto aventurero a la escapada. ¡Sí a todo!
Llegamos a Júzcar —el pueblo de los pitufos— sobre las nueve y media de la mañana. La Sima del Diablo nos esperaba. Agua y naturaleza. Me sentía pez en su medio. Zapatillas de deporte viejas, un traje de neopreno, casco y un arnés para hacer descensos.
Todo marchaba entre zarzas, piedras y corrientes del Azúa que buscaba al río Genal en un entorno de una belleza extrema. La pareja de guías irradiaba simpatía. A ambos se les notaba que amaban su trabajo. El primer descenso con cuerda fue muy divertido y sin riesgo alguno. Al llegar al segundo, el grupo que iba delante nos hizo esperar. Media hora sentados junto al barranco profundo y la pared donde el guía aguardaba a cada excursionista para iniciar el descenso. Allí me visitó el miedo. Picoteaba mi cabeza y mi estómago. Intenté no hacerle caso y me asomé a la garganta para visualizar la realidad del asunto y despejar incógnitas, pero ya había entrado en mí. Subía y bajaba mientras lo distraía con fotos, risas y charla. Me puse de pie y cogí turno. No quería ser el último. Atravesé el cauce del río que pasaba rápido buscando la cascada. Me senté junto a la pared vertical y conseguí tranquilizarme al ver la poza final y todo el gentío de los que ya habían bajado y los que lo estaban haciendo. Cuando llegó mi vez y me tuve que enganchar a la línea de vida, todo se descompuso. Mi cuerpo se echó a temblar: el vértigo me estaba paralizando. Miré al guía y avancé siguiendo sus instrucciones. Lo alcancé y le dije que estaba cagado. Me pasó la cuerda por detrás, me clavó la mirada y me transmitió su energía. Puse en práctica lo aprendido, dejé el susto arriba e inicié un descenso precioso. Cuando me solté en la poza abracé a mis compañeros y grité para expulsar la adrenalina acumulada. En ese momento hubiese subido de nuevo para volver a vencer el miedo y disfrutar del momento.
Qué suerte tienen los que no lo padecen, los que hacen las cosas sin pensar o controlan las emociones. Este cagón se enfrentó a doscientas personas el jueves, y el sábado se tiró por un barranco de quince metros.
¿Quién dijo miedo?