PUSH & PULL
Noviembre ha pasado volando.
Tendría veinticinco años cuando cogí mi primer avión. Me tocó ventana. Desde entonces trato siempre de elegir asiento con ventana sin tener que pelearme con mis hermanos, como ocurría en los viajes en el coche de papá.
Aquel primer vuelo fue muy emocionante y lo pasé pegado al vinilo empañado, observando nubes y olas. Maravillado al reconocer el relieve insular y extrañado de la indiferencia con la que viajaban el resto de pasajeros.
También, en aquella ocasión, fueron las Canarias mi destino y fue laboral el motivo. Ahora viajo solo, con una maleta justa, y con el portátil y la cabeza repletos de proyectos.
La soledad del «vendedor» es bastante curiosa. Los que no viajan por trabajo piensan que te pegas la vida padre al alojarte en buenos hoteles y comer siempre en la calle. Yo añoro mis pantuflas, un plato de lentejas y a mi perro lampando por un pedazo de chorizo. Añoro no tener que sonreír porque sí, no estar siempre fresco de mente y en guardia para defender la carga. Listo para rebañar cada visita. Me sobra, cada mañana, tener que desayunar con turistas en «cholas» torrados por el sol, sin que el bañador, que metí por si acaso, haya salido de la maleta.
Cuatro islas, seis vuelos entre largos y cortos, tres camas distintas de hotel, cinco visitas y mil y una notas tomadas. No tantas copas de vino. La misma ilusión de aquel primer vuelo y el brillo infantil en la mirada que me empujan a seguir tirando de este carro al que ya le chirrian las ruedas.