PRUEBA SUPERADA
No, en mi casa nunca sobró el dinero.
Los negocios de mi padre lo mismo daban para pasar, por ejemplo, quince días de verano a tutiplén en Valdelagrana, que para quedarnos en Sevilla con el ventilador puesto y hartos de gazpacho.
Uno de aquellos años de vacas flacas, cansados de la fiesta de la noche anterior y mientras mi madre preparaba la sopa de pavo, veíamos, en pijama, el torneo de saltos de esquí de Año Nuevo, que retransmitía la primera de TVE.
La famosa estación de Garmisch situada en la alta Baviera alemana nos parecía lejana e inalcanzable. Y por esa misma razón, muy atractiva y excitante. Volar con las montañas al fondo para luego aterrizar sobre dos patines muy largos asidos a los pies resultaba una suerte solo posible para superhéroes.
—Papá, yo quiero conocer la nieve y aprender a esquiar —le dije bajo los efectos de la emoción televisiva.
Él se quedó algo circunspecto y, pasados unos segundos, me invitó a acompañarle por el pasillo.
El suelo de la cocina del piso de la calle Bami era acrílico, de grandes losetas azules y blancas a juego con los muebles y sus tiradores. Aquella cocina era una coquetería que mis padres habían reformado aprovechando una buena racha. Al entrar a la izquierda estaba la indestructible nevera White Westinghouse de dos puertas. Mi padre se acercó y abrió la de arriba, que devolvió ese característico sonido de chupón y exhaló un humo helado y blanquecino.
—Mira, Jaime, esta es toda la nieve que vas a conseguir tocar en esta casa —me dijo mientras ponía en mi mano un puñado de hielo en polvo que había arañado de una de las paredes del congelador.
Muchos años después, la primera vez que visité una estación de esquí y me tiré por una pista, me detuve, me quité uno de los guantes, me agaché al suelo helado y cogí un puñado de nieve como aquel que, siendo un niño, me puso mi padre en la mano.
«Papá, prueba superada».