POR EL ACENTO
Cuando empezamos en el nuevo colegio de Valencia, recién llegados de Sevilla, todo era muy distinto. Las instalaciones eran mucho mejores y la disciplina más dura. A la primera de cambio, don Vicente te sacaba a la palestra y, de un reglazo en la mano abierta, te dejaba muy claro quien mandaba.
Allí, con ocho años, dejé de usar, hasta hoy, el «ustedes» por el vosotros y el «díceselo» por el díselo, para que no se rieran de mí. Aún así, los chavales seguían burlándose de nuestro acento. En especial había un niño moreno y corpulento que no paraba de meterse con nosotros, hasta que mi hermano mayor lo cogió en el recreo y le soltó unas cuantas hostias bien dadas.
Javier era así, muy noble, muy tranquilo, nada bullanguero y bastante cabezón, pero ojito con meterse con él o con su familia, que te las verías con sus puños.
Desde aquel día, el chulito fue su íntimo amigo y el encargado de que el resto respetase a los hermanos Sabater.
Llegar a sitios nuevos supone una prueba de adaptación y humildad, de hacer lo que vieres a donde fueres. Pero que nunca te intimiden y te hagan sentir menos.
Ahora los andaluces sacamos pecho y presumimos de historia, cultura y arte. Nos pavoneamos con nuestro acento que gusta y atrae, pero en el año 78 en una Valencia mucho más cosmopolita y avanzada, lo teníamos que esconder o, como en este caso, defender a porrazos.
La aventura prometía «parlar valencià» y perder pronto nuestras maneras. Echar raíces.
Un golpe de viento nos devolvió a Sevilla. Aprendimos palabras y otra cultura, comprendimos que hay más mundo ahí fuera, pero sobre todo fuimos conscientes de que una familia unida es imparable.