Naturalidad
Estoy convencido de que reproduzco el glugluteo del pavo real macho a la perfección. No recuerdo si lo aprendí escuchándolos en el parque de María Luisa o si fue durante el tiempo en que anduvieron por el Club Militar, allá por 1980.
En aquella época, todo lo que se hacía en el Real Club Pineda de Sevilla se trataba de imitar en nuestra piscina. Todo menos permitir la entrada a socios civiles por miedo a perder la hegemonía militar como pasó allí, lo que, por otra parte, supuso que se convirtiese en el mejor y más elitista club social y deportivo de la ciudad y de casi toda España.
Como en Pineda había pavos reales campando a sus anchas entre las enormes instalaciones del campo de golf y de la hípica, la directiva del club de oficiales decidió igualarse en elegancia y compró un par de parejas para que habitasen en los jardines.
Las gallináceas fueron la novedad de aquel verano. Se subían a las sombrillas de brezo, saltaban por encima de los setos y despertaban con sus sonidos trompeteros a los padres que dormían la siesta en las hamacas.
Ni los pavos estaban cómodos ni a los usuarios les hacía mucha gracia que aquellos enormes pajarracos invadiesen su espacio de ocio y esparcimiento, por muy románticas y bucólicas que resultasen sus figuras a la caída del sol.
Los niños sí estábamos locos con los fantásticos animales. No parábamos de perseguirlos. De las dos parejas, al poco tiempo faltó una, que creo que huyó en busca de sus primos de Pineda que estaban integrados con la tranquilidad y armonía del lugar, y a salvo de nuestro bullicio algo más ordinario.
La pareja restante siguió paseando sus plumas por los caminos empedrados. Llegó a formar parte del paisaje y casi nos acostumbramos a verla. Digo casi porque nosotros seguíamos pegados a sus sombras con instinto cazador.
Una tarde de otoño, con las piscinas cerradas y las instalaciones prácticamente vacías, desarrollamos la estrategia: unos cuantos nos dedicamos a espantarlos para que pasasen a través de un pasillo estrecho flanqueado por setos altos. Agazapado en la esquina, aguardaba mi hermano con un palo largo y un saco de arpillera que habíamos sustraído del almacén de suministros. La hembra avanzó asustada de nuestros gritos y aspavientos. Al llegar al punto clave, Javier se abalanzó para atraparla. La pava le hizo un quiebro y él salió corriendo detrás con el saco abierto en una mano y blandiendo el palo con la otra. En ese momento, uno de los ordenanzas de reemplazo, que pasaba por allí, cogió al vándalo al vuelo y lo llevó a la recepción.
Un mes expulsado. El resto nos escabullimos y nos libramos del castigo.
Ya no volvimos a verlos. No sé si perdieron las plumas debido al estrés o cayeron presa de algún gato hambriento.
Lo que sí comprendo, ahora, es que no hacía falta emular a nadie para tener personalidad y encanto, ni mucho menos para ser más atractivo. Nuestro club ya era perfecto. Casi siempre, los afeites y el exceso de ornamentos nos ponen al borde del más espantoso de los ridículos.