MOMENTO DE INSPIRACIÓN
La vieja máquina Singer, con un motor adaptado para no tener que coser a pedal, compartía espacio con el Power PC de Macintosh en aquella habitación multiusos: el socorrido cuarto de la plancha. También sirvió —para exasperación de mi madre— de cuarto oscuro, en el que instalé la ampliadora Opemus y las cubetas para revelar en blanco y negro. De allí salieron las creaciones de mi abuela, que cosía como los ángeles el punto inglés, algún que otro logotipo diseñado en FreeHand y muchas fotografías con viraje sepia. Además de la plancha diaria.
La necesidad agudiza el ingenio. Cuando no tenía una camisa planchada para salir, trataba de recordar como lo hacía Mari Carmen. Primero un lateral, después la espalda, luego una manga… y por último el cuello. Mari Carmen era la muchacha de Manoli la portera, que la subcontrataba para limpiar la escalera. Mi madre, aparte, la llamaba de vez en cuando para que le echara una mano.
Nunca he llevado las camisas mejor planchadas que cuando subía Mari Carmen. Las rayas de las mangas eran perfectas y aguantaban hasta el regreso a casa. Planchaba a cámara lenta, apretando la tela contra la tabla, parando el tiempo como la muleta de Curro Romero delante de la cara del toro en un pase natural. No necesitaba Toke, solo su maestría y paciencia en el arte de planchar.
Ahora plancho a demanda, a camisa diaria y en medio de la cocina. Siempre con prisas y en calzoncillos, mirando el reloj y los mensajes que comienzan a entrar. En esos minutos matutinos, me acuerdo de ella y trato de emularla. Respiro hondo, aprieto el botón del vapor y contengo las pulsaciones. Deslizo con suavidad la Rowenta sobre la camisa de algodón, me paro en esa arruga, disfruto del olor a limpio de la tela. Repaso los puños sin rayas y las mangas con ellas. Termino con el cuello, despacio, muy despacio, en el silencio de la mañana, en mi momento de inspiración antes de salir al ruedo logístico a echar el día, sin que me den una voltereta que no busque yo.