MIOPÍA ROMÁNTICA
La serpenteante vida que me acompañaba había diluido mi sentido de la propiedad. Ese que nos inculcaron las madres y los bancos. «Vivir alquilado es tirar el dinero», repetía sin cesar una voz instalada en mi lóbulo frontal.
Desde que me hice autónomo —y no hablo solo en sentido profesional—, comprendí que las ataduras deben tener los nudos flojos y sencillos. Que lo que hoy parece definitivo mañana no estará. Que hay que tener la maleta siempre hecha y bastante ligera de equipaje.
Mi madre siempre ha dicho que no le importan las cosas, que le importan las personas —las buenas, claro—. Y ahí sí me ato, aunque después de lo visto y de cómo está el patio, vivir de alquiler es mi mejor inversión personal.
Pero este romántico empedernido tenía un sueño. Mi sistema límbico anhelaba la brisa, la sal; sus cuestas y bodegas. Anhelaba la llave de una puerta y una terraza, el sol de noviembre y su acento cantarín.
Y de tanto desearlo, se consiguió. Y cuando me da por algo, a intenso no hay quien me gane. Cada fin de semana despejado que hubiera en pleno invierno, como lagartos, rodeados de muros invisibles, desnudos y exultantes, tomábamos el sol.
—¡Qué bien se está! No hace nada de frío. Las paredes encaladas protegen y aumentan el calorcito.
—¡Qué maravilla! Abre un botellín, ven, túmbate aquí, bésame.
Con el verano han llegado las lavadoras y el calor abrasador. Al retirar el otro día las tumbonas para instalar un horroroso tendedero, una sombra ondeante llamó mi atención.
Levanté la cabeza y observé la ropa tendida de algún vecino en la azotea, que descubría las impresionantes vistas hacia nuestro solárium y no habíamos tenido en cuenta, seducidos por nuestra miopía romántica.