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ME ENCANTA IR AL DENTISTA

 

El dolor de muelas se hacía insoportable, apenas me dejaba dormir. Al día siguiente acudí a clase con un pedazo de algodón empapado en colutorio tapando el enorme hueco que la caries había socavado. Ese remedio casero improvisado para, al menos, evitar que de mi boca emanase la podredumbre que estaban generando las bacterias, no aliviaba en absoluto el terrible dolor.

La tontería de abrir litros de cerveza con la boca fue lo que provocó la rotura del esmalte, y, sin darme cuenta, abrió el camino para vaciar por completo un diente que el doctor no fue capaz de salvar. Con dieciséis años, era mi primera visita a un dentista. Después de una semana a base de antibióticos para bajar la infección, optó por extraerlo.

Al salir con mi madre de aquel piso enorme en la avenida de Eduardo Dato, donde la consulta ocupaba una de las habitaciones del propio domicilio del vetusto médico, antes de llegar al ascensor caí desplomado. Tenía aprensión a la sangre, las agujas o cualquier asunto relacionado con lo quirúrgico. El simple olor a desinfectante de los hospitales, hasta casi cumplidos los cuarenta años, me cortaba el cuerpo y predisponía a un desmayo.

Hoy en día, después de pasar por varias muertes muy cercanas y dos cirugías mayores, los centros médicos son como mi segunda casa y mis miedos se han disipado, por suerte o por desgracia.

Mi vocación de servicio me obliga a estar pendiente y trabajar para otros durante muchas horas y casi todos los días del año. El disponer de un rato, una hora escasa, sin escuchar el teléfono ni leer mensajes, y con dos o tres personas, jóvenes casi siempre, impolutas, agradables, en locales con la más alta tecnología a mi entera disposición, con el propósito de mejorar mi salud bucal y aspecto, me han hecho adorar acudir al dentista, ya sea para ponerme un implante, un empaste o hacerme una simple limpieza.

Jaime Sabater Perales

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