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LOS HUEVOS DE DON ENRIQUE

 

«Mi infancia son recuerdos de una mesa de cocina, del sonido de la olla exprés y del olor a cosas ricas […]».

Desde niño, siempre me atrajo esa habitación de la que salían los alimentos y en la que tanto se trajinaba. Empecé a participar pelando gambas, limpiando calamares y acedías a una piel. También me parecía alucinante cómo mi padre podía batir huevos a esa velocidad o cascarlos con una mano.

Soy el tercero de cuatro hermanos, todos naturales de Sevilla. Mi madre nació en plena guerra en Castellón de la Plana, y mi padre, del mismo Bilbao, en el año 23. Muy pronto me cogieron de chico de los recados y mi madre me mandaba al supermercado de Baldomero.

—¡Ahora, cruza! —gritaba desde el balcón cuando no pasaban coches.

Yo iba con la lista de la compra y aún recuerdo los aromas de la frutería y de la charcutería, que ya no huelen igual. Si era primero de mes, la lista incluía jamón york del bueno, pero si era a finales, incluía del malo sin complejo alguno. Ahora, cuando echo gasoil, me ofrecen dos calidades con nombres imposibles de recordar y pido del bueno o del malo, según me convenga, ante la sonrisa del gasolinero.

Recuerdo las rodilleras en los pantalones de pana, las coderas en los jerséis y algún agujero en un zapato que aguantaba hasta echarle media suela. Con dos pares y unas zapatillas con nombre de pájaro tirábamos todo el año, mientras que hoy llenamos los armarios de todo tipo de calzado y uno para cada ocasión.

La cocina diaria era de mi madre, pero mi padre, como buen vasco, se metía de artista invitado y sorprendía con los melocotones al vino tinto, la purrusalda o su plato estrella: el bacalao al pilpil. Siempre hablo de la infinita memoria olfativa, y el olor de aquella cazuela de barro con aceite de oliva dorando ajos me lo llevaré a la tumba. Cuando mi padre decidía hacer un pilpil para invitados muy especiales, la casa se transformaba en el rincón del bacalao durante tres días. Una vez que había comprado los lomos salados en alguna abacería recóndita, comenzaba el largo proceso de dos días desalando, quitando espinas, secando los lomos en un paño… y, por último, la imposible emulsión a golpe de muñeca. Toda una aventura para mis ojos de niño curioso.

Entre un bacalao y otro podían pasar meses e incluso años. Mientras, mi casa seguía girando alrededor de los fogones, primero en el lejano Heliópolis, luego en el hospitalario Bami y, finalmente, en los pisos de la estación de autobuses de El Prado de San Sebastián, con una cocina enorme y algo destartalada, pero con la luz fluorescente y el fuego siempre encendidos. Aquel piso gigante de propiedad municipal pasó del coronel a la abuela y de esta, a mi madre. Tenía techos de tres metros y medio, ventanas de madera imposibles de encajar a la primera, suelos hidráulicos de formas geométricas y alguna baldosa suelta, un pasillo kilométrico con habitaciones a ambos lados y vistas a la Plaza de España por el sur y a la Iglesia de San Bernardo por el norte. Cuando nos mudamos allí para cuidar de la abuela nos parecía anticuado y poco funcional, y es ahora, echando la vista atrás, cuando apreciamos su gran belleza y autenticidad.

 

AL CORONEL PERALES

«Estoy sentado en el sillón donde tú te sentabas.

Siento el ruido de platos campanas de la cena.

Y creo oír el roce del llavín en la puerta

y verte aparecer en el umbral con tu saludo, hosco y breve.

Silencio de rumores ahogados por temores.

Ambiente tenso, interrogantes ásperos y broncos.

Toda una vida por cauces limitados, secos, rígidos.

Conciencia a la medida, medida fabricada.

Otro mundo, otro horizonte.

Todo parado y yerto como dentro de un cuadro.

Te fuiste y rememoro tu lado humano, bueno.

Yo no siento rencor en mi alma de vate.

Fuiste un hombre sincero bajo tu propio código.

Hombre de acción, enérgico, arrollador, valiente y fiero.

Y como un centinela, como un olmo vetusto sin doblar la cerviz llena de anhelos

masticando un proyecto saboreando tu próxima aventura

un viaje, un algo en puertas, te has ido sin saberlo,

pero de pie y con las botas puestas».

Con cuarenta y un años, mi padre engatusó a mi madre, que solo tenía veintiocho, y la llevó al altar. Nos criaron muy bien, pero cuando se jubiló, aún estábamos todos en casa con las bocas abiertas. Fue entonces cuando papá tomó las riendas de la cocina diaria, y mamá, para ayudar a la economía familiar, montó una boutique improvisada en el cuarto de costura, por donde pasaban señoras en busca de algún trapito mono.

La cocina seguía siendo el centro de la casa. Aún recuerdo los sábados de mercado: verdura, fruta, carne y pescado. Llegaban a casa coquinas, chirlas, gambas arroceras… ¡Qué buenas las pijotas y los salmonetes fritos! ¡Qué rica la paella del domingo! Las croquetas de jamón eran insuperables. La tortilla de patatas de diez huevos, el pollo asado que olía a romero, y ese cocido madrileño con sopa de fideos, garbanzos escurridos, verduras rehogadas, la pringá y la increíble salsa de calabaza que alargaba la comida dos horas y nos reunía a todos sin remedio. E íbamos creciendo, estudiando, empezando a trabajar…, pero la ceremonia de sentarnos a comer alrededor de la mesa «Bendice, Señor, estos alimentos que vamos a recibir y da pan a los pobres que no lo tienen, amén», esa permanecía inalterable.

Mi padre se hacía viejo, aunque de allí no se iba nadie. Él seguía metido en la cocina con sus ataques de asma y el pantalón de pijama verde con más lavados que una sábana de hotel barato. Cocinando, mi madre no se quedaba atrás y sus guisos eran definitivos. Esa forma de calcular sin medida, de conseguir el punto perfecto a las papas aliñás, al gazpacho o a las lentejas, eran admiración de mi padre y rechupeteo de todos nosotros. Ella era la tierra y mi padre el éter que se llevaba los elogios del artista culinario, del poeta aficionado, del dibujante y culto ilustrado. Mamá, el ama de casa graciosa, lista y hacendosa, que de donde faltaba un duro te sacaba dos potajes, una sonrisa y como si tal cosa.

 

CONSUELO

«Tú sí estás en lo cierto

porque tus pies tocan la tierra

tú no estás en la nube

ni sueñas sueños vanos

ni te aíslas ni inhibes

en paisajes abstractos.

Tú tocas lo concreto

y eres tierra fecunda.

Tú eres tú,

hembra, tierra, raíz

que necesita sol,

lluvia, aire y calor.

Vuelo a tu alrededor

busco cobijo.

Te abanican mis alas

mi cuerpo te da sombra

y calor.

Y me agarro a tus ramas

a tu tronco

a tu real realidad.

Pues sin ti soy etéreo,

inconcreto, nube, sueño,

céfiro entre las hojas.

Solo abrazado a ti

a tu verdad,

solo así, solo así,

puedo creer en mí».

«Tuve suerte de casarme

con la perfecta casada,

en su primera comida

ayunamos por salada.

Por fin aprendió a guisar

y se iba al supermercado,

y el sueldo de la semana

nunca llegaba hasta el sábado.

Gozaba buena salud

hasta después de la boda

desde que fue mi mujer

es un puro dolor toda.

Antes era dulce y buena

como una perita de agua

ahora salgo a bronca diaria

y se queda con mi paga.

De los suyos ha sacado

lo mejor de cada cual,

el reuma de su madre

y el genio de su papá.

Ya lo habría dicho Pérez

cuando volvió de Mallorca

si te casa con cuarenta

mereces te den de tortas».

Así trascurría la vida de una familia muy normal, con un perro medio loco que vino de rebote, al que mi padre le hacía un menú a base de casquería fina y arroz. Se llamaba Bingo y era un bóxer enorme que nunca probó un saco de pienso. Se esperaba impaciente mientras le hacía la cena para luego abalanzarse sobre el cacharro y dejarlo limpio.

Una noche, mi madre había puesto unos huevos a cocer, mientras mi padre preparaba una ensalada de tomate y organizaba la comida del día siguiente. Todos veíamos la tele, cuando él se asomó por la puerta con la rebeca vieja y el desmontado pantalón de pijama. En ese instante, ella se acordó de lo que había puesto al fuego hacía mucho rato.

—¡Enrique, los huevos! —gritó, exaltada. Mi padre, pensando en el pantalón, que a veces le jugaba malas pasadas, se echó las manos a la bragueta. Todos entendimos la escena y rompimos a carcajadas durante varios minutos, primero los hijos y al final los seis… Los seis miembros de esta familia española que creció alrededor de una cocina y que seguimos, ahora sin don Enrique, saboreando los recuerdos de entonces y buscando nuevos ingredientes para conseguir la receta de una vida feliz; difícil empresa.

Jaime Sabater Perales

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