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LAS MALDITAS CARRERAS

 

El mes de baja, tras la operación de menisco, ha supuesto otra prueba de fuego para mi paciencia. Pero con la espalda ya comprendí que el reposo y la rehabilitación son los únicos caminos para curar el cuerpo. Los métodos de sanación del alma, ya si eso, los cuento otro día.

El traumatólogo y el fisioterapeuta son, ahora, mis consejeros personales. No doy un paso sin su aprobación ni piso la calle como no me lo hayan autorizado expresamente.

Cuando vi, en un estado de whatsapp, la caracola pintada sobre la orilla, supe que sería para mí, que tenía que estar en el salón de Sanlúcar. Serviría para recordarme que venimos del mar y que allí vuelvo cuando el ruido me descompone.

Contacté con su autora. La obra estaba en venta y cerramos el precio. Necesitaba recogerla en persona, sentir el sitio de origen y conocer mejor a la artista, tratarla cara a cara. Y todo cuadró. Ya podía conducir. Con el pretexto de otro plan y la rodilla mejorada, nos fuimos a Málaga.

Espetos en la orilla, dos cervezas y la vida reflejada en un lienzo. Así se saborea mejor el arte. Una acuarela de regalo sorpresa, papel burbuja y vuelta a Sevilla.

El cuadro me pedía estar junto al mar, salir de su encierro plastificado y respirar.

El Corpus fue la excusa, aunque llovía ese jueves. Odio los festivos locales. Nadie los respeta en este mercado global. En cuanto pude, eché los bártulos a la mochila, una chaqueta, dos platos de cerámica debajo del brazo, el perro en una mano y en la otra el cuadro. Así hasta el garaje. Dejé el cuadro sobre el techo del coche para poder abrir el maletero. Metí el resto de cosas y aproveché para sacar al perro a hacer sus necesidades mientras mi hija bajaba, y salir pitando.

—Carmen, mete con cuidado tu bolsa que están el cuadro y los platos en el maletero. No se vayan a romper —le dije mientras repasaba los cuatro neumáticos.

Chispeaba por la concurrida avenida de Luis Montoto. «En una hora y poco estaremos allí», pensé.

De repente, el coche de detrás empezó a pitar. No entendía nada. Miré por el espejo retrovisor y no me lo podía creer. Frené en medio del tráfico. Sí, era el cuadro. Se me olvidó quitarlo del techo y en cuanto cogí velocidad salió volando, buscando su ansiada libertad.

—¡¡¡Papá, papá!!!, ¿¡qué pasa!? ¿¡Qué haces!? ¡¡Estás loco!! —decía sin ver nada, sin entender nada.

Eché el freno de mano, puse los pares y salí corriendo calle abajo. Cuatro coches en fila parados. El último pasó por encima del cuadro y un quinto al que tuve que detener con aspavientos. Cincuenta metros de carrera coja. «¡¡Joder, la rodilla!! ¡¡Joder, el cuadro!!»

Lo recogí del suelo. Empapado. Maltrecho. Lo levanté a la luz para comprobar el daño. Pero no, ni un rasguño, solo agua por fuera y alguna mancha en el plástico. Estaba intacto. Un milagro.

El primer conductor, que fue quien me avisó, me miró cómplice al llegar a su altura. Le di las gracias de forma ostentosa, metí el cuadro en el coche, me santigüé y reanudé el viaje.

En este momento de mi vida, trato de buscar la calma, mi tiempo, mi espacio. Lo consigo, estoy en el sitio, pero todo se puede descomponer por culpa de las malditas carreras.

Jaime Sabater Perales

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