LA AUTÉNTICA RIQUEZA
Una pitonisa le predijo a su bisabuela paterna que en tres generaciones la familia volvería a ser rica. Lleva media vida contando con los dedos y está casi convencido de que aquella gitana se adelantaba, en concreto, a su futuro. Así que está preparado, con naturalidad, para cuando llegue la fortuna.
Desde pequeño le gusta la ropa buena y le encantan los relojes automáticos. De los zapatos ni que decir, le dislocan. Salir a comer a un buen restaurante le genera endorfinas suficientes para aguantar de buen humor un par de días, y dormir en camas king size de hoteles relaja su cuerpo hasta casi hacerlo levitar.
Con los coches nunca ha sido sibarita. Si se hubiese gastado la pasta en un coche muy bueno, habría tenido que prescindir de salir tanto a comer por ahí, por ejemplo. Además, existe una corriente sociológica que defiende, que llevar coches de alta gama es de nuevos ricos y derrochones. Como no hace ni diez mil kilómetros al año y se mueve en moto por la ciudad, ha aguantado con el mismo coche ranchera japonés una década, que, ahora, quiere traspasar a su hijas, que empiezan a conducir. Lleva dos semana dándole vueltas a cuál comprarse. Al final se ha decidido por otro japonés algo mejor que el anterior, pero que no le haga parecer lo que nunca ha sido.
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Aquel día de la Feria de abril de Sevilla, iba estrenando un traje beige de dos botones, que le hacía sentir el hombre rico que el futuro parecía aguardarle. Desde su caseta hasta la de sus padres había que cruzar, prácticamente, la Feria entera, pero entre la charla, la distracción con los coches de caballos y la algarabía multicolor, disfrutaba del paseo.
A mitad de camino, las cervezas que acumulaba en el cuerpo empezaron a pedir salir, y les rogó a sus acompañantes que aligerasen el paso; que no llegaba.
Cuando hizo aparición por Pascual Márquez 202, iba tan desesperado que no se paró a saludar a nadie. Entró hasta el fondo como un pura sangre de carreras con anteojeras.
La caseta, de un módulo, estaba llena y sólo tenían un baño unisex para todos los socios e invitados, que, muy a su pesar, acumulaba cola.
¡Se lo hacía encima!
Pasados unos minutos eternos, la señora de delante, al verlo con el baile de piernas entrecruzadas y la cara descompuesta, lo dejó entrar. Cerró la puerta a sus espaldas y, al echar mano de la cremallera, la naturaleza inició su curso. El primer chorro se desparramó a lo largo de una pierna. Como pudo, consiguió «cortar el grifo» y terminar la necesidad fisiológica dentro del retrete.
Recompuso su figura a oscuras, ya que ni le había dado tiempo de encender la luz, y salió más que apurado. El día de Feria se había terminado allí. «¿Cómo hago yo ahora para excusarme y largarme sin que descubran el pantalón chorreando con la caseta hasta las trancas?», pensó.
Se colocó de espaldas, mirando hacia la pila de cajas de botellas de vino fino. Apretó el nudo de la corbata, tragó saliva y se dispuso a salir para enfrentarse al posible escarnio. Miró el pantalón para comprobar la magnitud del desastre…
¡Increíble! Estaba seco. Ni una sola gota había amarronado el tono claro del magnífico terno. Todo lo había embebido el forro a media pierna que llevaba el traje para no trasparentar la ropa interior. ¡Un auténtico milagro!
Casi saltó de la emoción, pero se contuvo y volvió con su gente, muy despacio, para seguir disfrutando de la fiesta sin ser consciente, entonces, de que la auténtica riqueza no tiene nada que ver con el dinero ni con las posesiones materiales. Más bien consiste en llenar la vida de momentos naturales, sin afectación, incluso rozando el ridículo, que alegren la memoria al recordarlos.