LA SEÑORA DEL GIN TONIC
Otro día de teletrabajo, ocho horas sentado delante del portátil siguiendo el hilo de los transportes, mandando ofertas, solucionando problemas y, a la vez, poniendo lavadoras y pensando en qué hacer de cena.
A las siete de la tarde necesito estirar las piernas y bajo a la calle. Cerca de casa, busco asiento fuera en una cafetería-pastelería y pido un té verde sin azúcar.
Con la mirada distraída hacia la puerta, veo entrar a una señora con muy buena pinta. Con decisión se acerca a la barra y pide un gin-tonic de Beefeater y un cruasán tostado con mantequilla.
Va sola y la juzgo; escudriño su imagen buscando un gesto alcohólico, una mirada turbia. Pero no, lleva un buen reloj y pulseras de oro elegantes. La ropa, el peinado, todo parece correcto, sin ningún aspecto desaliñado.
El camarero sirve la copa y espera una señal de corte que no llega hasta llenar casi medio vaso con hielo —vamos, un gin-tonic de pelo en pecho— y, con la copa en vaso de sidra, busca mesa mientras yo sigo imaginando una vida tormentosa.
Después de pagar mi té, la señora, sentada fumándose un cigarrillo fino, mira sus mensajes en un teléfono de última generación. En ese instante, al pasar junto a ella, reacciono por mi absurda forma de pensar y me alegro de verla, sin complejo alguno, tomando una copa de merienda. Me acuerdo de la Reina Madre de Inglaterra y de las bondades de la ginebra con tónica.
Muy arrepentido, pienso si hubiera reaccionado igual si se hubiese tratado de un señor y en los que me tomo yo. Siento mucha vergüenza por mi hipocresía y por la jodida tendencia a lo saludable que nos invade, aunque vuelvo a casa con una sonrisa y con esperanzas en el ser humano. No me preguntéis por qué, pero sí, la señora me ha dado una clase de elegancia, seguridad y naturalidad.
God save the Queen!