LA INVASIÓN
Saqué muy temprano al perro para evitar el jadeo que lo lleva martirizando todo el verano. Apenas estaban puestas las mesas de la terraza del bar de abajo, este miércoles 20 de julio de 2022. «Descafeinado sin lactosa y media con aceite de oliva», pedí mientras ataba a Trébol a una pata de la mesa.
Un café con leche sin cafeína y sin lactosa. Descafeinado de máquina con leche sin lactosa… Siempre tengo que pensar cómo pedir esta agua sucia que el estrés y las malas digestiones me han llevado a beber, cuando no pido un té verde sin nada.
La comida de ayer se alargó sin remedio con mucho hielo y tónicas. «Voy de cumpleaños en cumpleaños y aún falta el mío de mañana», mascullé entre la miga del bollo y un buche de café. Esta semana es mi feria de verano, muy divertida, muy borracha. Hay que pasarla, compaginarla con el trabajo y celebrar otra vuelta al Sol, como dice mi amiga Oliva.
Me estaba poniendo al día con los correos de la tarde anterior, aprovechando para conectar las neuronas que aún bailaban, cuando de un salto se posó en el tubo de aluminio del respaldo de la silla vacía a mi lado. Al segundo salto, ya caminaba por la mesa, muy cerca del plato de mi tostada, con descaro y picardía, en busca de su desayuno. No sé si habrá gorriones celíacos o si esta dieta pobre en proteínas y rica en carbohidratos estará afectando a su metabolismo, pero no dudé en echarle unas miguitas sobre la mesa, que cazó al vuelo.
Cuando éramos niños, ni de coña un gorrión se hubiese acercado tanto a una persona. Menos —como hacen ahora— entrar en bares y restaurantes, e incluso atreverse a coger comida de la mano sin haberlos criado o adiestrado, como hizo Azarías con la «milana bonita».
A las palomas les pasa otro tanto, cada vez se acercan más, se meten entre tus piernas en los veladores con sus arrullos y picoteos cansinos. Por mucho que las espantes e incluso las eches con el pie, ahí siguen, pegadas como moscas cojoneras.
El otro día me rozó la cabeza una paloma en su aterrizaje hacia una mesa con sobras. Me recordó que hace treinta y tantos años, en la plaza de San Marcos de Venecia, ya habían perdido la poca vergüenza que gastan aquí ahora.
El caso de las gaviotas es flipante. Aquí en Sanlúcar, durante el invierno, ocupaban toda la playa, pero con la llegada del verano se trasladaban a la orilla del Coto, huyendo del gentío. Ahora no se van. En un descuido, le quitan el bocata al niño de la sombrilla de al lado. Apenas se apartan cuando pasas entre ellas, y te miran con desdén si tratas de levantarlas con aspavientos.
Este fenómeno es global y se originó en los países más desarrollados, ecologistas y civilizados. En aquellos en los que los niños ya no cazan pájaros con costillas o se suben a los árboles buscando nidos. En aquellos en los que una paloma no es un objetivo para dar de comer a una familia ese día.
Los chavales están muy ocupados, con las cabezas agachadas hacia las pantallas de sus smartphones, y pasan como de la mierda de un animal con alas que revolotee a su lado. Los adultos, por nuestra parte, estamos dispuestos a recriminar a otro transeúnte por matar a un insecto o darle un cate al perro al no obedecer una orden.
Tanto buenismo descafeinado internacional lo están aprovechando los alados ovíparos desde hace varias generaciones. Los individuos más atrevidos —por selección natural— son los que llenan el buche y proliferan.
Yo vaticino que terminarán todos hablando, como ya hacen algunas especies de loros y córvidos, e incluso pidiendo un café con tostada.
La invasión de los pájaros cada vez está más cerca, si no, que le pregunten al genial Alfred Hitchcock.