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LA ESTACIÓN

 

Recoger a alguien que llega es siempre un soplo de aire fresco, una alegría.

Si vas con tiempo, dedicarás ese rato de espera a pensar en la persona que viaja, en vuestra historia en común, en todo lo que habéis vivido juntos y en lo que os queda por hacer desde el momento que la veas.

Siempre me dejo guiar por la sensación del reencuentro, ya sea al recibir a mi pareja o a un compañero de trabajo, a un hijo o a un amigo que te pidió el favor por vivir cerca de la estación.

Si se me ilumina la cara cuando veo a la persona en cuestión, será que todo fluye a su amor, que hay que seguir apostando por lo que nos une, que el esfuerzo y los sinsabores merecen la pena.

«¡Ay, Jaimito!, ¡tú y tus señales!», me digo pa mis adentros, pa las costuras del alma…

Justo unos instantes antes de vivir cualquier experiencia sensacional de las que os narro, atravieso, desde hace un tiempo, por un dolor inmenso y extraño cada vez que me acerco a Santa Justa. Me sobrecojo y rezo desde aquel 12 de octubre, por tu fatalidad. La que te llevó a ese camino incomprensible de railes, techos de vagones, catenarias enchufadas y comunicaciones rotas. Silencio de un teléfono que no suena y unos padres que desesperan.

Álvaro, tu hazaña fallida y temeraria abrió la puerta del terror paterno. El que siempre nos tiene en vilo cuando estáis por ahí los hijos. La luz, en tu caso, nos dejó a oscuras el corazón. Helado. Que sea tu energía y esa fuerza desmedida, desde donde estés, la que nos ayude a transformar nuestras vidas en algo mejor.

Jaime Sabater Perales

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