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LA BICHA

 

Siempre me han encantado los animales.

De pequeño solía aparecer en casa con un gorrión caído del nido en la época de cría. También podía llevar grillos, saltamontes, caracoles y alguna lagartija. Con cualquier ser vivo que se cruzaba en mi camino sentía la irremediable pulsión de adoptarlo. Le fabricaba una casa con una caja de zapatos, que agujereaba con un boli Bic para que estuviese bien ventilada. Con algodón del botiquín le confeccionaba una mullida cama, y consultaba con mi padre la alimentación que cada uno de aquellos amiguitos necesitaba para crecer fuerte y sano.

Perros he tenido tres a lo largo de mi vida: Jama, Bingo y Trébol. También tuvimos una gata, Mica, que duró poco en casa por arisca y porque se meaba en la alfombra del gabinete y la casa apestaba siempre a gato. En esta vida o eres de perro o eres de gato. Yo me decanté pronto por los cánidos. De los gatos no se sabe nunca lo que están pensando, no demuestran sus sentimientos ni tienen apego por nada. Te buscan por hambre o frío y si te tienen que morder o arañar, porque te pones muy intenso, no se cortan un pelo.

Una tarde de invierno, húmeda y desagradable, andaba a mi bola por los jardines del club. Mi padre estaría echando unas manos de póquer en el salón de juegos, y mi madre, con las amigas, pasaba la tarde tomando café, charla que te charla, mientras que mis hermanos jugaban al teléfono roto en un sofá al calor de la estufa catalítica. Harto de trastear con un palo por las piscinas reverdecidas en búsqueda de algún animalillo acuático, algo me sorprendió moviéndose entre la grama, que en invierno estaba muy alta. Al principio pensé que se trataba de una lombriz de tierra, pero era de mayor tamaño. Una culebra tampoco parecía, porque su cabeza no destacaba del resto del cuerpo. Así que me atreví a cogerla. Al final se trataba de un pequeño reptil de color parduzco, que intentaba zafarse de mis manos sin mucho éxito. Me dediqué toda la tarde a jugar con ella y a enseñársela a quien me encontraba por el camino.

Intenté que comiese hormigas. También le ofrecí un trozo de mi bocadillo de la merienda, pero ni el pan ni el salchichón le hacían mucha gracia. La culebra gusano solo quería volver a su hábitat y me trataba de morder cada vez que le tocaba la punta de la nariz con un golpecito. ¡Qué mona!

No llegué a ponerle nombre. Tampoco me dio tiempo a construirle una casa de cartón y su confortable camita.

Después de varias horas tratando de que se acostumbrara a su nueva vida, a mi personalidad intensa y al manoseo continuo, mi mascota, ‘por accidente’, se mordió a sí misma y se fue apagando poco a poco hasta quedar inerte.

Aún hoy la recuerdo, pero con aquella bicha no tuve suerte. Sería de sangre fría.

Jaime Sabater Perales

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