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HUEVOS PASADOS POR AGUA

 

Toda la familia estaba ya en casa, mientras mi madre preparaba la cena un miércoles cualquiera. En la mesa abatible de la cocina, cabíamos los cuatro hermanos sentados en aquellos taburetes en forma de diábolo. Huevos pasados por agua migados, una pieza de fruta y corriendo para la cama.

Desde la parte de abajo de la litera se oía la tele, también a papá y mamá cenando y charlando, hasta que me quedaba frito.

Mis dos hermanas dormían en una cama nido en otra habitación, al fondo del pasillo. La nuestra quedaba casi enfrente del salón, muy cerca de la entrada. Yo tenía ocho años, dos menos que mi hermano, y el sueño algo más ligero.

No sé qué hora sería cuando un ruido me despertó.

—¡Papá! ¡Mamá! —exclamé cuando me di cuenta de que no se trataba de una pesadilla y de que los golpes venían del vestíbulo.

Al momento, mi padre apareció en el dormitorio y me calmó, aunque en su cara había un gesto de preocupación y escuché como se acercaba a la puerta. Enseguida, mi madre llegó tras él.

—Enrique, ¿qué pasa? ¿Quién toca? —Y ya estábamos los cuatro asomados al pasillo.

Con la hebilla antirrobo echada, él abrió con sigilo mientras el resto, en silencio y detrás, esperábamos noticias.

—¡Nada, no hay nadie, habrá sido el viento, todos a la cama! —ordenó.

Desde la oscuridad, me imaginé que unos hombres malos entraban en casa, pero el sueño me venció enseguida.

Al rato, de nuevo los golpes; mi hermana pequeña llorando y otra vez la comitiva completa.

—¿Quién anda ahí? ¡Tengo un arma! —dijo mi padre, y abrió de golpe con el cuchillo de trinchar en la mano, pero no había nadie en el descansillo.

La casa en vela temblaba alrededor de la mesa camilla, menos mi padre, que hacía guardia a oscuras en el pasillo. De repente, por el umbral, vimos la luz de la escalera encenderse.

Pisadas que subían, pisadas fuertes que se acercaban. Por la mirilla se vio una sombra; detrás, un hombre tambaleándose y moviendo los brazos. Se detuvo, miró y siguió para arriba.

—Era un borracho —concluyó mi padre, después de contar la escena y para tranquilizarnos, cuando se apagó la luz de fuera.

Por fin, la noche recuperó su calma.

A la mañana siguiente, la vecina del tercero bajó y nos contó que su sobrino había llegado muy tarde, que se encontró por las escaleras con una rata enorme y que hizo mucho ruido para espantarla.

Debajo de la puerta de mi casa había trozos de madera roída y el comienzo de un agujero.

Jaime Sabater Perales

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