HOY ME TOCA
Qué imagen de mi padre es la que más recuerdo, la de cuando yo era un niño o la de sus últimos días en los que dejó de hablar y me atravesaba con la mirada tratando de decirme algo.
De un salto bajé los dos tramos de escaleras de la oficina, después de colgar con mi madre. «Jaime, ¡ven a casa!, papá…»
El día que, tras un ataque de tos, siendo yo adolescente, cayó de cabeza contra el suelo, también salté por encima de la mesa de camilla. Todo quedó, aquella vez, en un susto y en un chichón, pero el muy mamón al poco tiempo volvió a fumar a escondidas, con aquellas caladas largas que pegaba, que debían de llegarle a los pies.
No soy capaz de fijar una imagen única de él ni un momento concreto a lo largo de mi vida junto a la suya. Quizá los ojos, que dicen que son los míos, tal vez su bigote o sus manos y uñas. Seguro que el amor es invariable, por mucho que rehusara de su credo en mi época más rebelde.
Ahora, huérfano con cincuenta y tantos, me pregunto qué sentirán mis hijas por mí, qué parte de mi personalidad les calará más y cuál repudiarán. Qué capítulo de mi paso por sus vidas influirá en su felicidad.
No, no es fácil ejercer de padre y menos practicarlo de forma firme y consecuente, sin miedo al rechazo, sin remordimientos por haber dejado pasar oportunidades. Sin tirar la toalla. Por ellas.
Yo no lo juzgo, no le reprocho ya ninguna cosa. Solo le debo su herencia inmaterial, la que me hace dar sin esperar nada a cambio, la que me provoca leer y escribir, la que, aún en la más negra de las tormentas, me despierta una sonrisa y un buen pensamiento.
Hoy me toca a mí. Papá, deséame suerte.