«¡HA LLEGADO ZAMPANÓ!»
Don Enrique fue dejando pistas a lo largo de nuestra vida juntos, de las que ahora me alimento.
El neorrealismo de Fellini alcanzó su esplendor con «La strada», donde un rudo Zampanó, Anthony Quinn, trataba de enseñar el arte del circo ambulante a su cuñada y esclava Gelsomina, Giulietta Masina, a base de mamporros. Una obra maestra, que ganó el Oscar a la mejor película extranjera en 1956.
Zampanó rompía cadenas con el torso, huía de los estereotipos y tenía muy claros sus propósitos.
Cuando llegaba de la calle —esa que tanto me tira— a mi casa, siempre traía un hambre horrible. Nunca pasaba desapercibido y me hacía notar desde que metía la llave en la cerradura. Después de soltar mis cosas, ruidosamente, entraba en la cocina y levantaba la tapa de lo que hubiese en el fuego.
—¿Qué tiempo le falta? ¿No hay patatas fritas?
Antes de sentarme en la mesa, me zampaba medio bollo a palo seco y otro medio después de comer.
—¿Dónde lo echas? —me preguntaba mi madre, mientras me servía el segundo plato de lo que tocase.
En la casa del Prado vivíamos los cuatro hermanos, mis padres y mi abuela hasta que murió. Cada día consumíamos, entre todos, seis bollos, seis vienas y dos bollitos blandos. Cuando el panadero les dejaba en el pomo de la puerta dos piezas de pan a los vecinos de enfrente, que eran cuatro de familia, yo pensaba «Esta gente se muere de hambre».
Ahora no como casi nada de pan ni lo compro del día. Aguanto en ayunas hasta la hora de comer con un café bebido y, más tarde, una infusión de cúrcuma, ¡qué tristeza más grande!
No me considero un tipo rudo. Impetuoso sí. Muy vehemente a la hora de llevar a cabo mis objetivos. Cuando me da por algo no paro hasta conseguirlo.
Desde el instante que yo hacía aparición por la cocina, ya fuera al mediodía o a la hora de cenar, mi padre con aspavientos circenses me miraba y declamaba:
«¡Ha llegado Zampanó!»